Donde el encuentro y la casualidad chocan, felices, para vivir un nuevo acontecer

Tu minuto.


Noticiar que la pared que sostiene tu casa carece de cimientos sólidos. Esa es la consigna tuya, joven observadora, la cual hace parir un parche ante la herida que nunca quisiste citar. A pesar de que se sitúa todo hacia el progreso, es inevitable no ser partícipe del garbullo.

No se puede revocar ya. Resulta que los billetes se hacen pocos y la necesidad amplia de poseer lo básico te hace tambalear febrilmente. Es aquí donde deseas que el antiguo relato de la abuela, aquella que conocía al misterioso “árbol de monedas”, solo existente si lo plantabas a la salud de la tierra, o sea, que el cuento fabuloso con el cual vibraste cada vez que te encontrabas con alguna insignia metálica durante la niñez, se convierta urgente en realidad.

Maldices el minuto exacto, el aliento sobrante, pero mendigarías por momentos mejores. Poco a poco, se reduce lo que tenías a la mínima expresión. Los anhelos de los hermanos menores, quienes piden sin medir consecuencia, te convierten en un ser poco tolerante. Sin embargo, no encuentras que tienes el derecho de juzgar. Recriminar no es lo tuyo.

Sabes de historia, y deduces la natalidad de este padecimiento. El espiral en que divaga el asunto, lleno de infracciones, decepciones, cajoneras con llave y opaca verdad, te sumerge hasta que caes, aunque ya sabías de antemano que estabas en ese mundo. No sacas nada con llorar, no te hará libre, y yo que tú ahorraría las lágrimas, pues debes conservar todo lo que hay dentro de tu cuerpo.

La gravedad se hace presente. Miras tus manos, tienes fe de que ellas lo soportarán. Es la ocasión para acordarse de palabras como fortaleza, perseverancia y nobleza.

Conduces y caminas manchada, pero ahora el esfuerzo debe ser parte tuyo. Piensa de forma lógica: si tu madre es la heroína de su vida, algo de sacrificio debe haber, aunque si es la villana de ésta, perder no debería ser novedad.

No resumas en que conseguirte a un mampostero sería la solución.

Lo bueno de tu respirar es justo lo que conversábamos ayer: ya no más patriarcado en el hogar. Ascienden con algo de miedo las mujeres cuando se ausentan y van al trabajo, limpiando lo que desordenaron los demás en lugar ajeno. El machismo se aleja un poco de los cuadros de tu casa. Es… lo que añoraste un día.

Dentro de las ideas que se columpian en mi cerebro, se escapa una valiosa: cuando mi padre me abrazaba, cuando alzaba generoso sus brazos, también lo hizo el enemigo, solo que, para ese entonces, yo jugaba mucho y no lo comprendía. El costo fue alto, y siempre hubo un flotador al cual aferrarse. Mi madre laboraba como desquiciada y gracias a ello, nunca la olla se vio escasa. Puedo decirte que a mi puerta también llegó el cáncer y, para sobrevivir de la avalancha, debimos cooperar como una familia unida.

Noche interna.




Prueba fehaciente de que la habitación era pequeña fue que yo, estando erguido, podía hacer sonar el techo con mis uñas, y como si el eco de mis palabras me entregaran una respuesta, decidí que no era el lugar apropiado para la idea en cuestión. Me fue difícil dar con el sitio, eso era lo único a favor.

En aquellas horas, las calles eran sucias, olvidadas, impregnadas de secretos, empapadas de luces que tiemblan.

Avanzo. Mis pasos y mis latidos se conectan, solo yo puedo sentir ese éxtasis. Me toco la chaqueta, no quedan cigarrillos, y las monedas que guardo serán destinadas a otro asunto.

De pronto, suena mi teléfono. Sí, es él, Domingo, y le contesto agitado, pensando en cómo, gentilmente, puedo rechazar aquel viaje a Noruega. “No sirvo para embarcarme en esas aguas, y sé que conoceré gente, pero mi lugar es aquí”. Termino la conversación, algo forzado por la todavía insistencia de mi amigo porque, de verdad, hay un hombre observándome en plena plaza a oscuras.

Cruzo el puente colgante, y fugaz como un rayo mi semblante reconoce un arbusto, ahora crecido, de una ocasión, cuando por 7 euros, mi rostro se inmortalizó a carbón en una amarillenta hoja. Ahí pequeño estaba, con la misma cara y los zapatos brillosos.

Casi al llegar a la pensión, veo y me enternezco por Natassia, quien se apiadó de un perro que estaba detrás de la reja de su viejo negocio, de manera agradecida, por haber recibido un pan fresco.

El auto estacionado detrás del grifo, vestido de un azul opacado al extremo, se mostraba perfecto encima de las piedras cuadradas por debajo de la rúa. Si me detengo a pensar, no recuerdo cuándo la ciudad se llenó de vehículos, aunque la carreta seguía siendo popular en una  zona rústica con cierto aire clásico.

¿Qué estoy haciendo? Son las 4:05 A.M. Los ventanales cerrados, la vecindad durmiendo, cada cosa en su lugar… ¿qué hago en medio de la neblina? Pregunto, mirando al cielo.

Todo se interrumpe para cuando unos sollozos imperiosos golpean mis oídos. “No puede ser… finalmente, se atrevió”. Corro hasta el señuelo chillón, y no puedo creerlo: Carl, el carnicero, había abandonado a su pequeño ayudante de 9 años, aislándolo, incluso, de la nieve que caía recién. Ante tal drama, no tengo otra opción que abrazarlo.

Y mientras los focos de las farolas crean destellos, resumo que debo adoptar al muchacho, no merece un destino así, está solo en el mundo. Y para procurar que seré un buen tutor, llamo a la empresa de donde me despidieron para convencer al guardia, mi socio y confidente, que elimine la carta de mi exescritorio y ya, casi a la hora siguiente, termino arrojando el frasco de veneno hacia lo más negro del paisaje.

Los momentos.


Siempre Arturo tuvo la fantasía de quedarse más de la cuenta en el paradero que estaba a metros del galpón. Miraba con decoro las luces que encendía el malabarista. Una a una, cada pelota le daba un varieté de fotografías atenuantes y, todo eso, sin simplificar magia. “Luz”, pensaba él, “luz que absorbe todo. Luz que no deja escurrir al pudor. Un destello que derrite la disnea después del trabajo. Luz y sonido, como letra y música, como poema y estrofa, como soliloquio y silbido, como camisa y corbata, como dinero y sexo… como llanto y locura, como copa y saliva, como sostén y bretel”.

En detalle con su observación, se relataban estas situaciones, súbitamente, sin medir el aliento que no lograban cortar los focos o dejar pasar el acústico desesperado y ajetreado de los autos.

La amarilla lo sacudía luego de captarlo en el jardín de la casa familiar, justo al frente de esas margaritas, donde los perros solían corretear conejos y ratones. Todo esto, seguramente, antes de escuchar lo frío que estaba el desayuno por boca de su madre y después de robar algunas de las galletas ocultas en el armario de Clara. Los rincones y malezas de los cerros debieron estar pavimentados producto de sus pasos aventureros, solo y en compañía de las mascotas, por supuesto. A tan corta edad, no había terreno fértil que le ganara a su instinto de conocer el mundo, ni sol aplastante y fatigante que cambiase algún objetivo paisajista.

La verde le recordaba al cuaderno de apuntes que escondía bajo su pupitre en el internado. Era su salvavidas y su confidente, por no decir su mejor amigo. Guardaba en sus hojas lo meramente importante, lo vital, lo extraordinario o lo que se le arrancara al esquema. En él, anotaba las figuras deambulantes del aula: aviones, gritos, aplausos, torpedos, papeles amuñados y cartas de amor. Arturo nunca habló de más, incluso, era muy callado y hermético aún cuando la consulta le era directa. Atraía la mirada odiosa de sus compañeros y los ojos plenos de sus compañeras. A las mujeres curiosas se les proyectaba un espejo cuando lo observaban. Sin embargo, hasta por lentes científicos, los taimados llegan a tener su espacio, así que, esas miradas eran suprimidas en los pensamientos escritos.

El rojo venía en el momento más intenso de su vista, el más atenuante de todo círculo gravitante, retrocediendo a su mediana edad, una vez en la ciudad y en caminos monocordes. Es decir, ¿qué más intenso que pasearse por las calles, recogiendo monedas? ¿Qué más sensacional que conocer una estrella cada jornada? La noche era así, no podía venir nadie de algún lado a cambiar la perspectiva o a arrebatarle el reinado a la expresión de libertinaje o a la poca dificultad de acumular conocidos. Así, él fue testigo de vampiros y cuchillos. Imborrables imágenes para un debutante veinteañero, hecho con la coraza real de la naturaleza. Por esos días pasaba hambre viendo la lluvia porque, con agua, miraba cómo crecían las raíces.

Luego de la vorágine que ocasionaba el rojo, llegaba la pasividad del azul. La desmedida propaganda a un circo lo llevó a un atajo directo a la carpa. De azul sacaba asombros Gloria, la trapecista, dueña de una plasticidad hecha a la experiencia. El traje fue lo que le atrajo la atención. La carpa proveía todo adminículo que necesitase en algún minuto, de forma clandestina. El joven crecía rápido, y el tiempo hizo lo suyo, mientras rozaban la pasión en la cama, dejando en ella las huellas del dictamen. El cielo y la tierra fueron el cobijo de Arturo para la vez en que el circo se marchó y de Gloria, ni el traje se le vio.

Durante su estancia en el paradero, el entorno le sugirió ver una esfera imaginaria. Una naranja, como el color del cabello de Lucero, la persona que lo esperaba para fusionarse en las sombras y la que logra centralizar el ciclo de colores. La mujer se ubicaba en la ventana, cubierta de una transparencia, achicando un cigarrillo. “Ven aquí”, le dice ella, “no pago por nada. Quiero probar tu fama”. Sin otro remedio, el muchacho guardó corazón y mente, para luego matarse junto a Lucero, en la ironía de su quehacer por membresía callejera y para ordenar su almohada ante la brutalidad.

Casi como era de costumbre en esa rutina y, en armonía dispar, quedaron en el velador: una carta con sangre, una argolla de matrimonio, efectivo constante y el recuerdo de la maldición de las esquinas capitalinas.

Imagine.


Hace unos días hubo una niña que, después de la común salida de clases, se situó con un perro a la orilla de la vereda. Ésta tenía la máxima intención de que el animal aprendiera las vocales. La niña se esforzaba y, quizás, el perro hacía su mejor intento por balbucear. Aquella expresión académica me hizo acordar a mis aspiraciones futuras, porque ¿cómo sería la vida si mirara desde las alturas de un profesor? ¿Hasta dónde llegarán las formas y artimañas de un pedagogo para hacer de su alumno un profesional único, conforme a las necesidades actuales?

La verdad de las cosas es que todo lo que uno se propone puede llegar a puerto. A lo mejor María no quiere reprobar a Rocky así como así. Le da la oportunidad a errar y reintentar, filosofías elementales de crecimiento del ser humano. Esfuerza sus energías convergidas desde una mañana de inglés y matemáticas tratando de intervenir en el aliento diario del cuadrúpedo. La inocencia de una persona que no deja caer sus brazos para poder atravesar una material muralla… ¿eso hace penetrable el obstáculo?

Muchas veces, como jóvenes (y por el simple hecho de ser jóvenes), nos dicen que nuestros sueños no tienen sentido, poco menos que nuestra realidad es objeto inadmisible en el techo contemporáneo (que por cierto, se hace más dificultoso de sostener). Las aspiraciones de personas que desean transformar el mundo mientras los grandes se lo devoran a mordiscos, ¡es injusto! Pero ¿Qué hay de malo en soñar? ¿Qué hay de malo en cerrar los ojos y calcular la métrica del crepúsculo que  derrite el barniz opaco de las paredes formales? Es lo bueno de esta etapa de vida: somos libres, y lo hacemos notar.

El escribir entabla un puente en mencionada travesía. Lo puro del aire cuando se toma el papel es concebible para el que tenga que decir algo. Una anécdota: un día estuve en Londres. Una neblina me tapó y sentí las manos heladas. Habían árboles con mensajes encriptados, descifrables por mi persona. Me gusta la neblina, y me gusta el frío; andar tapado y caminar junto a preocupaciones y alegrías. Cuando descubrí que todo retornaba a sus colores, se me vino una sola palabra, antes de volver al estresante sol estudiante: Imagine. Prometí volver a los árboles en el momento exacto en que lo introspectivo se vuelque en desbordante brutalidad.

Libre pensante; la interactividad de letras y significados promueve la vital fórmula. Sin pensamiento no somos nada, y andaríamos perdidos en un gran mundo; y sin libertad no existe razón de ser para el hombre, en todo orden de rutina. Si eso se lograra empalmar con la escritura fluida, se da paso a la libre expresión de forma ideológica, un tema que, a simple impresión suena complejo pero no es una formulación de otro planeta.

De libertad y pensamiento, temas en boca de todos, podríamos hablar mucho. Habiendo tantas movilizaciones podemos observar el rol fundamental de las redes sociales, aunque yo voy más allá: el descontento generalizado de un grupo que lucha protocolarmente para revertir determinadas decisiones, es decir, la gente, ávida de informaciones, se torna contraproducente en torno al dictamen de unos pocos. El poder de la palabra… también países o tendencias políticas de muchos sectores han fundado sus ideales en normas y manuales de instrucciones para imperios, humanistas y locos de remate. A la hora de hablar de letras, se acordonan muchos conceptos alternativos.

Volviendo al día a día, no creo que María logre recompensar a Rocky con una nota excelente. Sin embargo, su garra es el reflejo de que todo lo que esperamos del mundo, en algún rincón de tierra virgen e inerte, se pueden las cosas más maravillosas de todo el existencialismo. Revolver imaginación y realidad da origen a algo más que un oasis en pleno desierto. Puede ser, nuestro gran motivo.

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