Donde el encuentro y la casualidad chocan, felices, para vivir un nuevo acontecer

Extra.


Juro decir la verdad y nada más que la verdad. Dicho esto le paso a relatar, señor juez.

Caminar siempre ha sido lo mío. Desde tiempos más jóvenes que el mundo conoce mis pies en aventura. Por lo tanto, no era novedad que llegara hasta mi puesto de trabajo, la bomba de bencina, usando mi cualidad. Recuerdo que estaba soleado.

Pretendía que fuera una jornada ordinaria, yo no planifiqué nada. Realmente pasó. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué tal si le hubiera ocurrido a usted? ¿Sabe qué? Es lo que me gustaría ver, porque parece que desde esa altura suya la vida es más fácil. Mmm sí, su señoría, entiendo, solo me defenderé. No me repita que debo apegarme a la ley.

Decía entonces que caminaba hacía la bomba de la esquina, ¿la conoce? Bueno, la situación es que, por mi rastro, me siguió mi perro Wofee sin pedirlo. Él es un buen chico… lo encontré en la calle, siendo cachorro. Manchado por la indiferencia y rociado por la ignorancia, con la hambruna en los poros. De ojos redondos y peludo, cuna de un imperio de pulgas. Eh… oh sí, el juicio.

El asunto es que, ¡él me siguió! A mi modo buscaba enrielarle la pista a mi mascota y así hacerle comprender el retorno a casa pero no me obedeció, y les digo que es primera vez que no me obedece. En fin, si vagaba por ahí no molestaría, me dije. Estaba entre el pasto, revolcándose cual niño sin ataduras. Yo lo veía mientras me peleaba con el cierre de mi polerón.

Normal hasta ahí. Lentas pasaron las horas y todo porque mi jefe mi picaneaba con su mirada. Debo aclarar: mi trabajo es hermoso ya que conozco gente siempre, creo que pocos tenemos esa suerte y no lo digo porque mi jefe está allá atrás. Volviendo al tema, un Ford era alimentado con combustible decente justo cuando vi algo que, por lo bajo, me impresionó: Wofee desgarró el cartel de la panadería Krau, ¡la más famosa de la ciudad! El conductor se fue y solo sentí el tiritar de mi mentón porque, usted debe saber cuánto cuesta una demanda y cuánto es la paga de un bombero.

Figúrese usted. Yo le gritaba a Wofee para que dejara en paz a esas blandas hallullas, a ese bien formado letrero, a ese “desde 1920 brindando tradición”. Yo, en la otra cuadra y con la luz carretera ardiendo y quemándome con las bocinas de la enfermiza vuelta de rutina, sin poder cruzar y teniendo la oportunidad de anotar y aprender de tan anarquista animal, porque igual me caían mal todo en ese lugar. En fin, enterré mis riendas para ver su nivel de rebeldía, dejando en mi puesto al soplo de mi sombra como reemplazo. Al poco andar la emoción me hizo atorar… ¡el can defecó en las manos del panadero del cartel! Brillante, pensé; pobre de mí, suspiré.

Y el mapa en geografía se quedó callado Todos bajaron la guardia, rieron, el presidente de la amasandería salió y, y… acá estoy. Fue confuso Wofee, aunque sincero, y por cierto no le veo el escándalo aquí. La mejor democracia ante mis ojos y, como en toda decisión de tutoría, pago las cuentas elevadas de una libertad de expresión tan verdadera. Mi perro salió corriendo ante el asomo de la policía, siendo fugitivo, con su nombre cuello. Alabé el gesto con fuerza, hasta que me ustedes hicieron caer al fondo de este sillón, y ahora le estoy hablando, juez de la moral y, al parecer, hombre sin hijos ni sentido del humor.


La historia de Matías.


Nació un día y nadie sabe qué día. De hecho, él supo que lo parieron sin nombre. Siempre vagando y aventurando por ahí y valiéndose de esa veta actoral tan suya, debutante cada día, sabía cómo cortejar para conseguir lo que quería. De una infancia difícil, criado por una anciana compasiva la cual lo encontró vertiendo su vergüenza en la feria, apodado por ese entonces El Caseta. Una vez fallecida la dama, cercano esto a sus dieciséis años de edad, su vida continuó sobre una tabla. Sin identidad estaba y pudiendo ser cualquiera. Podía ser Julio y resolvía todo a golpes o, en contrapeso, siendo Elías proyectaba bondad absoluta. En su camino se encontró con una niña que lo bautizó Matías, al igual que su amor platónico dentro de la televisión. “Es que tiene tus mismos ojos y tu mismo pelo”.

Cargando así este nuevo rostro Matías fue formándose en solitario, bajo el cobijo de los laberintos de una loma. Con su suerte pudo construir un refugio tal que ni la sociedad ni la lluvia lo amenazaban. Era amigo de una biblioteca cercana, y ahí se encargaban de darle comida y arroparlo. Los visitantes, al verlo, creían ver en él a una de las tantas mitades de Cantinflas viviendo al lado de los libros, por su histrionismo. Dada su compleja naturaleza nunca cayó mal entre los mirones de las estanterías.

Increíble era su manera de informarse y saber lo que circulaba. A su camino al cerro y por su notable observación, se hacía una idea de las tendencias reinantes: de lo que consumían los jóvenes o de la identidad sexual de los cuarentones, por ejemplo. Lo más duro de su existencia debió ser el bañarse en la laguna helada cada mañana y el frío de las madrugadas aunque, alguien de tal inteligencia salía a flote constantemente, a pesar de estos inconvenientes.

Había más gente que vivía en los montículos, hay que aclararlo. Pero lo maltrataban y lo herían por sus largas estadías en la biblioteca, esta propiedad del municipio. Lo aislaban, lo abandonaban y lo vestían miserable en todos los relatos. Tanta soledad en alguien tan virtuoso, me pregunto ahora, sacando de contexto mi discurso…

Dormía en la mayoría de las veces en una argolla de cemento, abandonaba por el yugo empresarial, en la cola de la comuna. Tapando literalmente el sol con su gorrito, ya pasado un tiempo la espalda le cobraba la curvatura de su descanso. Nunca le escuché quejarse y eso hace que lo admire, tomando en cuenta y pensando más allá de su columna.

Esta tarde lo perdimos. A tan talentoso joven, que se lo ha llevado la corriente, lo hemos perdido. Y tengo la tristeza de saber que no lo conocí tanto pero, lo poco que vi, él estuvo allí alimentándome con su andar positivo, mirando el vaso medio lleno. Algo que sí supe les contaré: él era muy tímido. Y dejo repartido por muchas paredes su vida y sus sentimientos, con firma pseudónima. Hallarlas fue un regalo. Yo sabía que despegaría, sabía que dentro de él habitaba un artista. Solo agregaré yo, como el jardinero al cual él buscó cariño y compasión: buen viaje Matías, fue un gusto estrechar un día tu mano.


Cuautla y el ajedrez.


Las órdenes decían que debía ir una plazoleta de faldón largo en las cercanías de Ignacio Allende, y calles más robustas por el sector, dejando más cálido el ambiente en Miacatlán. Dejando objetiva la promesa realizada un día por un empresario Cuautla, urbe afamada por su anchura delictual y su urbanismo patriota, también por su historia y legado, fue madurando y cambiando su aspecto, embelleciéndose así por bordes e interiores. La maqueta establecida cercana al riñón de la comunidad, para que extrañamente todos pudieran ver los avances, fue un caso único y dudoso ejemplar de belleza pulcra jamás antes visto por las curvas de un analítico México.

Los pasos de los médicos tractores, los cascos fotografiados por la prensa y el testimonio ocular de una ciudad afiebrada componían una parte de las campañas cívicas. Los taladros hablaban de lo complejo; las filas en el baño químico relataban lo extensa de la obra. ¿Quién podía negar las vitaminas que le inyectaba el economista, y de lo animado de su arquitectura? Quizá los animales expulsados de su hábitat pero de seguro estarían ocupados fichando nuevo domicilio.

Así creció Cuautla: cosiendo a su cuerpo lo útil para un respirar próspero. Y fue bajo esos árboles plantados donde la misma prensa retrató el fracaso de ese tan hermoso candidato. Yo podía leerle, entre las líneas de esa frente enojada, el deseo de invocar a Nerón y así convidarle fuego a su creación. Y no pudiendo hacer esto, claramente, los niños usaron sus millones donados para correr y reír al aire libre.

A los días, atraídos por la miel de la pasión, los ajedrecistas ocultos salieron de sus nichos y proyectaban maestría en la calle porque, entre la ampliación de éstas también se instalaron mesas de juego. A tal punto la fama de este grupo que, un día el fútbol de barrio se suspendió por un superclásico sobre el tablero.

De esas filas rozaban la perfección Andrés y Nicolás, iniciándose ambos por afición y más tarde luciendo placas de experiencia. Avanzaban temerarios y, en días de brisa contraria perdían encontrándose alegres y curiosos por su rival, siendo todo esto siempre antesala del historial de entrevistas que les realizaban los periodistas, sedientos de exclusivas ingeniosas. Estos jóvenes, los dos de lógica plana, peinados largos y delgadez preocupante, absorbían los aplausos e implantaban frescura en un deporte de estereotipo adulto. Lo que no sabía el público era que ellos escribían sus secretos por debajo de la mesa, una vez estando frente a frente.

Al roce de los alfiles, al peregrinar de peones, a la mirada de dos torres a través de la trinchera y al invisible sepulturero del rey. A la frialdad de la muerte, a la puntualidad de la batalla, a la gala en blanco y negro y a la inmóvil tensión. Más allá de todo el arte y su muestra, Andrés y Nicolás se amaban con el fervor ingenuo y dramático de un latir unísono.

Ellos sabían cómo alinear las fichas y actuar silentes. Desde sus baluartes se husmeaban en un coqueteo dinámico y sapiosexual. Andrés tenía una sonrisa brillante mientras que Nicolás unos ojos verdes muy dulces. Pasado sus tiempos en la escuela secundaria coincidían en la plazoleta, buscando entretención. Dejaban fluir sus estrategias, con elegancia desplazaban a su ejército, mostrando liderazgo y dominio. Eran guapos, símbolos de muchas fotografías y, tal vez por eso mismo, eran también esclavos de su piel: humanos que se acostaban con su hombría.

Pero las barreras cayeron hoy cuando un reportero grabó lo que no debía grabar, dejando a la verdad desnuda por completo ante los admiradores del escaque. Los nervios y los cristales gobernaron suavemente las mentes de los chicos, porque el ajedrez era real fuente de sabiduría. Tan sólido como esquivar el descanso eterno terminó siendo el fino cavilar de los muchachos. Ahora juntos, Nicolás enfila a los peones y Andrés, más empático, aconseja a la caballería. Comienza así una lucha épica por liberar a sus corazones de una decisión conservadora, con sus armas, deseos, ingenuidad, complicidad y amor a su favor.


Terrario.


En un rincón del planeta los árboles crecían incipientes, el pasto libre cantaba y todo se cubría armónico. Las plantas hacían familia en la tierra, invocando los cabellos de los ancestros. Un cartel a la deriva auspiciando bienvenida; cartel cuya sonrisa le donaba caramelos a los tímidos nacientes, a hijos de hijos, futuros campesinos tatuados. Los dedos verdes alzados, sus uñas crispadas, menguantes al sol; inocencia en patente, infantes cercados por el pálpito. Era el mundo empinado sobre una pasión jorobada, sobre un oasis cualquiera.

Circularmente siguió forjándose la vida misma, a lo largo aquellos predios legionarios, gracias a una banda de sabios. Ellos forjaron corazones salomónicos, las guías y los nutrientes de un buen gobierno que, en vuelo de libélula, ya celebraba nuevo aniversario. El honor del amanecer y la gratitud del respiro se posaron en los habitantes de la colonia pronto, siempre ofreciendo las mejores cosechas, siempre erguidos a la vocería de las togas de epifanía.

Desmenuzaban por eso las escamas de las hojas en un austral estrellado, en plena conmemoración solemne, y esos actos labradores se enfrascaron, en eclipse, con la fuerza de un tropel espadachín. Pictografías siluetadas vislumbran sangrado y punzante muerte, narrando testigo los hechos. Ni el sudor de las piedras, ni el silbido del rocío, ni las gotas de un cáñamo… solo champiñones talados, solo jazmines amputados, solo gritos púrpura, y la opresión sembrando su abono. Fue una cacería nigromante que dejó en parálisis la varita de Fissa, la hechicera. Sombreros paganos entraron a la boca del palacio Milos. El Nuevo Mando proclamaría un rapado de ideas. Adicional, alejado de la agonía y por antiguos besos de alcoba, un remolino despojó a una parte de los talentosos videntes, amigos de Fissa, dejando cojos a los bebés del terrario Estéfane, flotando sobre su propia suerte agujereada. Empezaba así el azote y el sometimiento, planificado en las tinieblas.

Ya nada fue igual desde entonces. Los óleos matinales desfilaban opacos, los encantos eran amargos y calvos. Pasó que se le temía a la corona naciente. Ojos de camaleón vigilaban toda la periferia. Más tarde, en blanca sesión se informó sobre el destierro de los otros y comprendieron así los sollozantes que en lo que creían, ciertamente, era un capullo perlado. Exprimieron así una mejorada frente luego de tropezar y torcerse los tobillos con tal desquiciada trampa rumoreada, entre llantos.

Girando el orden de las cosas ahora los corales marcaban el calendario taladrando la muralla. Los huesecillos de los niños la comarca los usaba de campanario. El abrazo de una brisa enajenada mostró el despeje del cielo, además de otro siglo de existir oxidado, tragando el polvo dictador. El destape subterráneo y opositor les hizo entender que, muerto el iris del joven artista se erigían humeantes monedas encima de su lecho, los seres existían y comían bajo una luz abrochada. Llegaron a esa conclusión los esclavos, mas no contaron que en íntimo cónclave, los magos del fuego volver acordaron. Para esa fecha ni migajas de amarillo quedaban y una renovada hermandad, con eco de guerrilla, alzaría sus antenas tapadas por la arena, con venganza en sus nudillos.

Y ellos decidieron retornar tan galanes como antes, por los mismos puentes que la realidad mantuvo, siempre por el túnel de la incógnita. Las trompetas de los cerros profesaron el acontecer. Un rayo pintó supersónicamente la rutina nublando, acto seguido, las manos que siempre los mortales llevaban pegadas a su cuerpo. Pero algo aprendieron los dueños de la tierra: perdonar, de verdad, es cosa de dioses. Y el retorno exiliar se les armó violento, y el crimen caló en la confusión. Cuando todo acabó solo un reo sentimental levantó su rostro de caudillo.

Dejando caer su fuerza él miró a su mundo degollado. Cubriéndose el vientre, con una pregunta que propagó por los bosques, introduciendo así el siguiente tomo de la historia: "¿Somos libres, como antes?"



La guarnición estrellada del Sargento Pepito.




Sonoramente amaneció el día. El sol había saltado las nubes y miraba atento las cabezas de un hemisferio lleno. Se trataba de una jornada en rutina, sin cambios tan relevantes ni sugerentes colores. Ante todo, siempre controlada la situación en los alrededores, la ciudad avanzando y el amarillo astro, como huevo frito pegado, penetrando en la calvicie de los estresados mientras, bondadoso, también le daba de comer a las plantas. Resumir que la algarabía comenzó porque el Sargento salió de la sombra anhelando relucir la punta de su piocha. Tarareando, le ordenó a su tropa marchante el movimiento diario y como siempre, fue cantado:

“Si la vida de un soldado hay que arriar… no te olvides que el arma debe actuar… tradición sobre intuición, acabar la subversión, uniforme debe ser, sí que esto es un placer”.

Sin atropellarse se trazaron tres conscriptos gañanes y felices que, con sus pies de taladro, carcomían el suelo dando nortinos pasos de brisa contraria. Para ellos la riqueza de sus cargos era disputa periódica. Nunca nada les faltó, es verdad. Galopaban detrás de su hombre al mando, hombre cuyas historias traspasaban la ceguera de un estúpido. Solo por precaución las caretas de los que respiraban aún emulaban convincente fiambrería. En tanto, el Sargento proseguía en su armonía:

“La bandera proteger un día juré… orden y luz paladín siempre seré… saludarte es un honor y la muerte un sabor, ya cometes un error, yo aniquilo a tu pasión”.

Con la alegría del himno se digería más óptimo el desayuno. Los soldados estaban contentos pues su líder les habló de un juego de combate en horas próximas. Matar estaba en sus mentes, como redención en trote constante. Esquivaron juguetes en polvorines para aprender y ansiosos estaban por afrontar la realidad. Al otro lado y orgulloso de su práctica, a táctica el Sargento enfiló a sus muchachos. Les dio generosos minutos, procurando que dichos soldados tomaran distancia y trinchera. La alarma tomó impulso, gritando más de la cuenta. Las nubes se hicieron a un lado. Estaban solos, con su suerte y sus lecciones. Tan rápido como se ideó, era la guerra.

Entre ellos acarreaban fuego, ninguneaban balas, cargaban municiones. Las membranas del campo las cubría un cementerio de cartuchos con sentido. Historias indómitas, quehaceres en violencia, velas en el techo, ningún fonógrafo replicaría el ahora mejor, tarea de la adrenalina misma. Se retorcían casi espías, casi ajedrecistas, por los senderos. Uno se burló de otro mudamente, imitándolo. A la deriva quedó el tercero, el pleito ya era a dúo. Se lanzaron la pica e impelieron mejor sus tiros, les aumentó la gazuza el analizar de instinto, el sudor de la frente les caía hecho hielo a la tierra a pesar del calor, sin darse cuenta el otro enemigo estaba cubierto de moho. Iba bien la batalla, parecía entretenida incluso, mas el destino mordió hambriento lo antojado: un proyectil incoloro derribó al más extasiado. Y pronto el silencio ya no era un simulacro.

Con las anclas en el frío el agonizante navegó sobre su propia sangre. Algo ahogado y fatigado pidió ayuda, esgrimiendo de sus labios el blanco símbolo de la rendición. Un rayo capotó en los zapatos de todos. El Sargento alzó sus manos en señal del fin anticipado de la misión sintiéndose hediondo a fracaso. Cuando se aprontaban a examinar con cierto miedo al moribundo una voz interrumpe diciendo “Pepito, dile a tus amigos que entren a la casa porque se resfriarán”. Y así, al toque emitido desde la guarnición, el recreo acabó en completa normalidad, sin secuelas tan graves.

Golpe de Estado.



“Se consume el recuerdo malo, la historia la escribimos nosotros”, “la salvación ha llegado y hoy le sirve a la patria.” ¿Cuál será el titular de mañana? Es imposible imaginarlo, incluso en pesadillas.

Dos pasos al frente me detuve, mirando la calle grande mientras a mi espalda el acceso principal del Palacio de la Moneda custodiaba. Era un infiltrado con una mancha militar en el cuerpo. Amanecía la capital con un telefonazo a la jefatura: Valparaíso ya estaba al fondo de una botella. Supo entonces Allende que le sería difícil librarse esta vez y que contaba con un Ejército desconectado. Lo claro para mí, ese 11 de septiembre: librar a los jóvenes del futuro porque su carne sería besada por el cemento más tarde.

Al fuego cruzado en las calles, al complot armado secreto, al cuestionario en subversión, se sumó ese gotario del tiempo, un tanto asustado, que se resiste a despachar veloces los minutos. Hay francotiradores en buenos puntos, de verdad Pinochet es un gran estratega. Entre tanquetas y Carabineros se ordena esto como un terreno agreste para sembrar, donde su presidente le da un combo al escudo uniformado al rechazar el exilio, afirmándole los pernos a su silla.

Cuando por debajo del casco me empezaba a picar la caspa se levantaba el rumor de que la CUT se encerraba en las industrias, defendiéndose furiosos de una proclama nueva, de propaganda prepotente. Al otro lado del caos, en un parlante impune, contradecía la programación una oxidada voz, amenazaba por tierra y aire la soberanía en democracia. De sentido contrario, eso valoró la causa guerrillera y como defensores designados esto los dotó de valentía y rectitud durante el impacto del bototo.

En tanto un perro hace suyo el botín de un basurero, he logrado dividir mi alma para que no me duela tanto el choque. Así, mis ojos y fuego están en un pichón que la suerte me dio. Este en las alturas me dice que los ministros están nerviosos aunque fieles. La confianza en crisis parece ser bonita. Es una pompa frágil que, dicen, no se romperá. La fuerza avanza y esos proyectiles ni en simulacro arruinan un lazo de amistad.

No me doy cuenta y el cielo está temblando. Es la FACh que nos saluda, estamos obligados a responderle. Es la hora, es mediodía. Los aviones pintan una nueva postal del palacio, pronto los cerebros se nublan y preparamos nuestras armas. Todo me da pena pero eso no puede ser, soy un hombre con metralla, ¡que siga esto adelante! Los cañones se abren camino, las grandes alamedas no entorpecen la ruta libertaria, Eduardo Labarca, escondido, se vuelve loco con la situación. Hasta que, para comprobar victoria, se decide usar lacrimógenas, derribando la puerta. Ahí creí que mi pajarito tesoro se había marchado para siempre. “¡Presidente!... ¡el primer piso está tomado por los militares!...”

La última imagen los ojos me la disparan y es la que no quemarán los milicos, porque yo vi que, debajo del cuerpo de Bomberos, pasado el derretir del incendio legado por las balas aéreas, se llevaban un bulto hacia el Hospital Militar. Mi palpitar vuelve a su sí, con fuerza. Estoy vivo y eso me amarga.

Termino al fin mi trabajo. Somos sardinas dentro de un diluvio de sangre, donde la Gran Orquesta le susurra compostura a su arma talentosa. Chile calla en parálisis, como el corazón de Schneider. En una ciudad sin héroes acuso mi amenaza, me obligaron a asesinar o mi hija daría letargos de agonía. En agresión mi vientre se vio y el reclutar bajo cláusula fue el oscuro guante de un General rastrero. Te dirán que todo cambiará y será néctar curativo para el país, te dirán que el Allende fue escupido por un fusil en su rostro, ahora, con otra punta en la pirámide lo que yo te digo es… declárame muerto.




En el campo.


Rinaldo Hurtado completaba ya otra limpia escuadra verde en el barrido de su pujante campo, en lo invisible del mapa peruano, demostrando el ímpetu corajudo del trabajador bronceado. Un rastrillo oficiaba de mediador entre los subversivos predios y las sudadas manos de alguien matrimoniado humilde, con el hombro cubierto de sol y los pantalones suplicando el retiro. Aprendiz de su padre, laborioso en momentos de urgente ayuda, macho de pocas ansias materialistas. Rinaldo Hurtado, casado, sin hijos, cincuenta y tres años al reflejar del espejo y paramédico talentoso de la naturaleza. Lleno de escasas sorpresas y desconfiado de los gorros extranjeros. Descifrador incansable de los políticos de la zona y comerciante experimentado. Prueba viviente de que el clima no es causal de faltar a sus labores, a su empleo independiente. Gallardo e intuitivo, todo eso y más era Rinaldo y sin embargo, esas canas que a muchos gustaban no estaban en armonía.

Un día, tomándole el pulso a la siembra de papas, mientras la cabra no paraba de reírse, observaba cauteloso a su vecino, don Enrique Cruzado. Amigo de su padre, estos fueron compañeros de escuela y de suertudas, desgraciadas, afortunadas y espontáneas hazañas. De pronto millonario, casi por obra del mismísimo Diablo, haciendo de la leyenda de la sombra debajo del manzano un relato válido, aún para escépticos. Lo cierto es que, poco a poco, se empezó a encariñar con Adela de Hurtado, cuando el hombre arriaba a los animales y don Enrique, ya viejo, les legó la tierra regada a sus nietos y el tiempo lo administraba en pos al descanso.

Del tamaño de una brisa en la loma era la duda e iba creciendo paulatinamente. Por la primavera y el azar de la distancia dada por el ciruelo, sombrilla del gallinero, Rinaldo simplemente no aguantó más. Ya estaba cansado de la situación y le empezaba a aburrir la burlona actitud de la cabra. Pero seguía siendo astuto, sobretodo en tiempos de ascuas, y esa noche llevaría un plan a ejecución. Coincidía que su mujer le cobraría unas deudas al vecino. Ella iría como a las ocho y media de la noche, después de la cena. Mientras, el mercurio de su paciencia seguía al alza pero debía de esperar como fuera las horas siguientes.

Pasó la primera fase y con ello avanzaba la arena de lo primitivo. Acabada la comida él, siempre memorión, sacó un polvoriento disfraz de vaca y se lo probó sin perder segundos. Ya la esposa estaba fuera de las tablas de su casa, de seguro, caminando por la pradera, admirando a las estrellas, las únicas que la protegían de lo inestable de la tierra, de esos túneles hechos por perros y arañas. En los terrenos tan generosos, pensó Rinaldo, abotonándose su nueva apariencia, no sería extraño ver a una ternera con antojos de aventura nocturna. Y se fue hacia la oscuridad, donde de vez en vez se retocaba las cuerdas vocales, mugiéndole a las piedras.

La cuesta arriba por el recorrido le significó más de un quejido por su espalda y extrañaba el bipedalismo que dejó al lado de la estufa. El compromiso de averiguar la verdad se convertía en el combustible de todo este aparataje. Continuaba, manchando su lomo con dolor, dolor pasional, dolor celoso, mal nombrado dolor de amor.

Humo negro evacuaba de la chimenea de la casa destino. Luces encendidas a distancia, con las ventanas acuarteladas. Rinaldo acostumbraba musitar sus ideas, y en esta ocasión no era la excepción. Mascullaba en qué diría, y si sus sospechas ciertas se veían, qué seguir diciendo. Más, como buen hombre, sin titubeos cruzó la puerta y ahí estaba su señora, como presa sobre un cuero viejo; ella con ojos de cerdito indefenso y él como caballo recién jalado. Entonces Rinaldo despegó un mugido,  a su mujer le dio hipo y al sonriente vecino un relincho final de gozo.

¡Qué escena! Los tres se encontraban dentro de un corral de sorpresas. Adela tironeaba su ropa del suelo, como cuando las gallinas allanan lombrices, don Enrique de purasangre pasó a demente zarigüeya y el admirado Rinaldo ya solo pedía no ser más bovino. Explicaciones para qué, si uno miraba ganso y la otra ni con dos metros de excavación podía esconderse cual ratona con repertorio. Al remate, la cobradora de dinero con el pellejo arrugado, ni con agua pulcra se le quitaba el espanto, don Jubilado con sus bigotes se tapó su hocico y el pobre trabajador, luego de los cuernos, salió por la fuerza, con una dosis excelsa de infidelidad, chillando como una vaca loca.


Tribunales de justicia.



«Valparaíso, mayo del día 16 de 1852. Francisco D’Petit Altamirano, acusado del deceso de cuatro hombres en las cercanías de la Hostería Central de Linares, será ejecutado a las tres y media de la tarde en la plaza pública. Su madre y familiares se harán del cuerpo. La razón se ha tomado producto de la brutal evidencia de muerte que muestran los cadáveres.» Reseña actual del periódico El Mercurio, y Manuel Dominguez sabía que el matutino estaba equivocado. Como abogado, destapar el mal coagular que haría el Gobierno sería de plena obligación, y recordó que en el Hospital del Maule había un ciego desahuciado, clave en el puzle. En marcha puso a su caballo y a su carreta, corriendo ya.

Un hospital casi ya en regular situación, luego de albergar a unos cuantos chilenos por un terremoto en tiempos anteriores. Su credencial de servicio a la patria le sirvió como acceso a Dominguez al interior del blanco estandarte. De acuerdo a investigaciones previas, a contrapresión, buscaba a un hombre llamado Jorge Ugarte, un sujeto con un mal estomacal, dada su pasión al vino. De avanzada edad, sus dichos debían ser inscritos en un libro y su resumen en un exergo. Movía su mandíbula con dificultad pero el letrado debía afinar el oído y crear con esas palabras un manifiesto. Ugarte y sus pocos dientes hablaron.

“Yo vi que Francisco retaba a esos hombres, le debían dinero. Usted sabe… él es de los malos, me pagó para silenciarme porque de todos modos sabía que lo culparían. Usted busca a un tal Molina, pero ese futre ya está bajo tierra, oiga.

Yo vivía en la Hostería, sano. Altamirano, como amenaza, me arrancó la vista con su cuchillo y la echó al río. Con el dinero del silencio le pagué a una enfermera para… mire, aquí está la prueba… se lo regalo, le regalo mi ojo.

Ellos antes de morir firmaron un pacto. Decían que iban a instalar textiles en el pueblo y borrarían del mapa a Francisco. Ese papel debe tenerlo Mirina, la mucama. Búsquela, ella debe saber más”.

El defensor estaba lacerado con los dichos. Detuvo su pluma escritora y quedó mirando al hombre, y éste dio su última vocería.

“Dominguez… yo a usted lo conozco… sé que el padre de Altamirano le quitó la fortuna a su padre. Si yo fuera usted, dejaría así el caso, por venganza”.
Ignorando por completo eso como punto final el letrado nuevamente puso en marcha su caballo y su carreta, corriendo ya.

En el lugar de los hechos, a meses de lo ocurrido, ahí estaba Mirina trabajando. La citó y ella cayó en miedo. Si figura como postal secreta en los arrabales es que aún debe tener el libelo. Y en efecto, ella se los entregó con un seco “no sabe lo que hace, pero yo ya no me voy a ensuciar las manos.” Con o sin mohatra, él debía continuar.

Luego de que se derritiera la imagen de esa fea mujer, de camino por el polvo y las piedras por encima de la carreta un pensamiento fugaz se alojó en su cerebro adoctrinado. Archivaba un expediente dispuesto a librar a alguien, a un sujeto déspota, pero inocente. A su alrededor las boticas y los mercados estaban plagados de vacio penetrado, porque un espectáculo era sinónimo el asesinato de un hombre. El despojo de Altamirano no debía de ser recibido por la familia, no lo merece, más si fue por sentencia arbitraria en un estúpido tribunal. Ya lo imaginaba: un juez conveniente en un insacular de incomprensión, mientras aplaudían la ignorancia.

La mesurada abogacía chilena ha hablado y los minutos se sirven cada vez más breves. Lo que importa es que Dominguez le sacará la muerte a Altamirano… por un momento, porque esa carreta aún sigue corriendo y su caballo y su notaría es todavía fiel a las siempre ambiciones de un legado.

Chelín y la carta encumbrada.



Verdad era que estaba lloviendo. Verdad era que hacía bien su trabajo de cartero. Chelín tenía la boina empapada y todavía inspiraba con energías a pesar de comer moscas. Su jefe deberá creerle que, cuando iba a entregar correspondencia, una ráfaga le dio alas a un sobre y este, al pasar los segundos y por los llantos del cielo, se diseminó por las calles. La sábana de las letras se negaba a morir eso sí, dando chance a que el niño mensajero leyera inocente una historia hornada.

«Amado Hugo:
He recorrido todas las postales de Buenos Aires con tal de posar mis labios sobre tu pecho  y ya no me quedan estampillas a la sombra del alba. He rociado ya los girasoles con mermelada de maní para que una ciudad entera me ayude a amar. Te extraño, tanto como el secreto aroma de tu anillo y el cariño prometido un jueves, a las orillas de un mundo dormido. No hagas como el traicionero de antaño, y vuelve: mis compases se tornan ciegos sin ti.
Sofía.»

Chelín, con chubascos en su rostro, se prestó a la banca de la plaza mirando a su lado a una mujer con un paraguas global. Esos  dedos de repartidor hacían oro del papel y los cordones de su hombría eran rebeldes larguiruchos viejos. Se declaraba incompetente ante lo desconocido. Teniendo el horizonte como muestrario buscó sincronía con la mujer del paraguas, y le comentó que se sentía mal por destruir un sueño en depósito. “Joven, no dejes que naveguen los sueños por el umbral. Si quieres, puedes cambiar el final.”

Con la visera de su gorra en la vista del raudal, a los rincones de la calzada, el muchacho le hizo una tregua al momento y este respondió con un arcoíris en las alturas, símbolo de alianza. Pronto, motivado por la misión del relato, unificó las puntas de la misiva, mojándolas con el humor de las ventanas abiertas, elevando el mensaje al cielo, empinándose sobre la cresta de ese deseo femenino, jubiloso, con un anhelo aguardando respirar.

Y así, en avión se saludaban las letras, gracias a Chelín. Iban juntitas, iban sujetándose sus calzones en reglones. Miraban la periferia cantando aterrizaje, alegres por el asombro de una nube original. Las que podían abrazaban el contorno de una hoja mientras las más grandes secaban sus vestidos con el soplar diario. Rayos y plumas pareciera guiar su trayecto y las estrellas, con pañuelos de mayordomos, alentaba educación al dar la bienvenida y les señalaba el futuro danzando en la leche de la luna. Instantes en que la voz mascullaba insípida una crema les cepillaba el ánimo, cada vez que desmigajaban el calendario. Volaron y volaron, siendo fogatas en sus ombligos, por la gota naufraga de una lágrima, durante treinta años, por alabados tiempos fuera de cronograma, y aún se sentían jóvenes recién lustradas. Hasta que una barraca les hizo vomitar una turbulencia, propia de un periplo como este, encontrándose con otra nave, de aerolínea alta, con un mensaje claro:

«Sofía mía:
Perdido estoy. Me desayuno en un monte empinado adverso, tratando de aplastar al panal de la rutina. Una desgracia cayó a mí, como epidemia y tuve que errar en un tren dejando mi piel en esa ciudad de luces. En mi cama resuenan tus pies de nieve, aligerados cuando tu informe ya no te escondía. Quiero que sepas que puedes llamarme, que estoy en oficina, que con mi padre nos mudamos por un capricho. Explícale al guardia de mi prisión que mi destino era acampar en tu vientre, explícale a mi vigía que llevas el otro pedazo de mi huella y además… explícale al sistema que yo te amo.
Totalmente íntegro, Hugo.»




Zulubám.



Eran curiosos mirando el final de la Cordillera de los Andes durante el recorte de una fila para ser parte de una visita en clase turista. Dentro del perímetro se contaban no más de treinta personas y excedían con esto la anchura de un día normal. Se emprendía el viaje ya y, por sobre todos, un explorador resultó ser el más impaciente. Al paso, un guía se clavaba principal en el andar y acompañado de un copiloto en relatos, que iba asegurando los espacios, empezaban así las excavaciones de un mundillo blanco, de pigmeos vírgenes, de esculturas hechas por el sol. No fotografías, no tocar en demasía, no botar basura. Las imponentes murallas lustraban su escudo como un museo ocasional, en símbolos de envoltura.

“En las raíces de estas fogatas”, señalaba uno, “tuvieron su asentamiento una tribu llamada a sí mismos los Zulubám y su destino se vio reflejado, al igual que sus ancestros, a la emigración a estos picos helados con tal de buscar la paz y el equilibrio, como así lo dicen las pinturas en cuevas por acá cerca.” El relato parecía extenso pero el explorador anotaba imperturbable lo que volaba de las bocas hablantes y la libreta brillaba abundante en temas similares. Empezó con una introducción: lástima que nadie archivara en bibliotecas el material acá expuesto. De igual forma, es extraño que nadie de los grandes profesores asomara un lente por este lugar. “Síganme y verán, por este pasadizo, la vestimenta típica y la utilería”, continuaba el conductor. Los pollitos, sin cobijar el desapego ante esos rieles congelados, no dudaban en mover sus pies cuando ya dejaban atrás burbujas de esa tribu exótica; retoques, fracciones de rostros e insólitos cuerpos en muestrarios, con el pasar de los niveles, un tanto terroríficos. Y todos caminaban en par, con miedo, salvo el aventurero porque unas plumas trisaban todo argumento. Al tocarlas, al palparlas en examen, su adrenalina aumentó furiosa y por un túnel se sintió derribar pronto, hacia el abismo que nadie imaginó.

Abrumado por sujetar el vacio el fin comenzó y abajo se encontraba el agua en esplendor, que cobró la mitad de la batería del desobediente curioso. Éste, que solo se arrimó a un témpano con la similar suavidad de una trompeta al eco yacía, al parecer, en el olvido de un sueño por profesión. Lo gélido de la embarcación lo llevó hasta unos manchones violentos, poderosos en colores y llamativos en extremo, ubicados bajo un prisma y una inscripción: “cuenta la leyenda que cayó el sabio en duda por efecto de la pluma, al notar el señuelo del baile Zulubám. Los niños cargan la carne fresca mascada por el anzuelo en dicha, a lo lejano de la aldea, cuando las ancianas habitan en comunión y el astro no nos quema soledad. En gratitud, nuestra caza del día será en tu honor.” Leído esto, y acabado en silencio el pensamiento veloz del accidentado expedicionario, un sonoro gutural nervioso y un movimiento ligero en sus dedos vinieron, mientras a su espalda dos hombres lo vigilaban, oscuramente etéreos, para regalarle otro sagaz descubrimiento.

Sin darse cuenta ya estaba amarrado, algo aturdido por unos golpes en blandas regiones. Luego escuchó el rugir del acertijo, revelando así la trampa de un negocio en ascenso. Al ver la preparación del dúo, en una especie de danza con salsa de ceremonia, recordó el párrafo vago de un tríptico. «Fueron generaciones en evolución, con latente sed de supervivencia, donde la ley del más fuerte se aperaba a manera de broche superior.» Al verse imposible de registrar eso en su cuaderno y usando su memoria en flotador, sintió lástima por el próximo inocente. Ya aguardando el desmembramiento de una historia que nunca existió esperó la estocada con su chapa de título universitario en su pecho y, ante sus ojos, los verdaderos Zulubám: como él y como otro, una ilusión dibujada que cobra vida de maneras insospechadas.





Maratón.


Un empujón vivaz hizo que mi padre muriera en el azar de una bala con olor a población, y yo no hice nada porque a mí me estaban arrancando de los bordes uterinos. En ese instante el soplo de urgencia pública en un hospital se coló en los oídos de una mujer y ella lloraba hasta quedarse sin aire. Cuenta mi hermana, testigo de todo, que me apartaron de esa mujer y me vistieron, y a la hora en que su regazo expelía calor maternal supe que mi nacimiento era ocasión de reflexión con alegría forzada. Confío que ese hombre amó a mi madre, tanto como para brillar silente en un nefasto plan de deuda callejera.

Desde la inconsciencia que resumo mis noches con calcetas de deportista, en coloquios de corridas con metas abstractas. Supongo que así es la vida.

Veía mis piernas más acostumbradas a estos pasos con el transcurso de los metros. Me cantaron palabras y dibujos, con recortes y alicientes naturales como orquesta. No recuerdo el centímetro justo de cuando pasó, pero me vistieron de colegial y se me anudó el uniforme al cuerpo por toda una temporada juvenil.

Desde la amoralidad que hablo de galopar por distancias tan extensas que la humanidad no divisa siquiera cuál es el final del viaje.

Como si ya estuviera normado me saqué la cotona y la corbata de estudiante, dejándome el pelo largo. Ahí mis zapatillas hablaron. Fue mi real conjugación de trabajo y equipaje de aprendiz porque la universidad me abría una vidriera y entre tiempos vacilantes dinero debía generar. A malabares se proyectaba la filosofía indescifrable que los profesores desenredaban en sus pizarras y con delgadez afronté ese favor que uno se hace al educarse.

Lophophora me seguía de cerca en esos trotes. Su contoneo se extremó y llamó mi curiosidad invadida de sirenas. Ahora no tan solo usaba mis pies, ahora podía volar y aseguro que el descubrir esta nueva habilidad me ayudó a poder elevarme más en el transcurso del recorrido luego de que dos manos dejaran de posar sobre mi espalda. Con drogas en los bolsillos, erradiqué a los psicólogos y los naipes se reordenaron. En cuadros mi madre partía al otro mundo mientras yo usaba mis sentidos como un juguete.

Paralelamente completaba los minutos en algo pasional. Las llamas monstruosas no atormentaron a mi aliento de servicio. Rescaté con mi cuerpo de bombero a muchas personas, lo confieso. Las venas dejaron de ser sensibles a los termómetros pero mi corazón cumplía ese sueño de héroe. Tres años ahí, aprendiendo lo que un hombre desafortunado no alcanzó a resumirme en el momento que, desde las alturas de los consejos, se divisan a mamá y a papá. Destacarte un incendio en particular, ¿quién crees que soy?

Entendí más tarde que volar me cansaba, me robaba las fuerzas. Dejar lo sobrenatural tocando así la tierra firme, yo me sentí caminando sobre una tabla. Creí que caería pero también pesaba lo grave que sería seguir masticando lo ilegal. En neblina, sorprendiéndome con creces, una chica amable me mostró su idea bañada en novedad, ilustrándome el futuro con dedos de confianza y voz de cuartel: que debía cumplir la meta, que emprendíamos un proyecto pionero y que, en la travesía, lo pasaríamos bien. Así por diez años conversé con las cuerdas vocales de un adulto tedioso y distendido, ganando cheques canjeables a favor de un bienestar perpetuo y sano.

En pasantía empresarial choqué con el amor, y fue eso algo pasajero, sin muchos detalles que quisiera recordar. Destaco más a mis amigos en esta fase.

Entonces estamos solos, alma mía, los amigos trabajan y ya saludé a todos mis conocidos en algún punto de la ruta. Aquí podría contarte que a veces llovía y complicaba incluso el acelerarse para encontrar refugio y ya, casi al término, comprendí que los arcoíris se arman una vez pasada la tempestad. En plenitud con el sol respiro los frutos de mi nombre y descubro la fatiga rápida en este maratón. Los ánimos se desnutren y se me desploma la piel. Los ojos de los demás son tan hermosos, en verdad. Te suelto ya las rodillas y le entrego mi sudor al cemento. ¿Lo ves? Muero a corta edad, sin protestar, y lo sabe el mundo, aunque sigo corriendo y asombra que mis camaradas me carguen animosos, hasta donde yo sé, a un paraje donde mis huellas serán más livianas, hacia otras calles, donde el poeta de los epitafios enmarca noble “besando las flores de su silueta, mientras corría, fue sembrador en los espacios incompetentes de los relojes estrictos de la vida. Descansa en paz.”



Un mundo color Da Vinci.



Por encima de la aureola de la estatua corrían luces sin atropello, todas de un corazón sonriente. Abajo, en la vida, caramelos aplaudiendo al artista feliz. A un costado una dama llorando poesía junto a dos gatos que se acompañaban tomando leche. Malabares, deseos y hasta un mono soplando un remolino se alistaban. Mucha gente, y aún así no se caía la plaza. Cerca de la emoción de una pileta y vestida en madera, estaba la mecánica impecable calentando palomitas de maíz. Es 1840 dicen los labios rojos de tanto brillo, pero también es Robert, saltando de emoción por aquella mecánica. Y es en estas piedras donde se empieza a escribir el relato.

Robert soñaba en demasía jugueteando con una masa que solo el poder entendía. Al polvo, un manuscrito cuenta que una caja musical le coqueteó mientras una manivela inundaba sus oídos con chorros de Frère Jacques. Esos dientes chocando vértebras de metal, afinadas y dramáticas, amortiguaban en esponjas los sueños de un niño. Descubrió así la tentación de silbarle a lo épico: a Roma y a su Coliseo, a Grecia y sus órdenes, a China y su Gran Muralla. Con una boina que lo lucía ergotista pronto se convirtió en un profeta callejero, en el mayordomo de los aires venideros. El colegio, como a todos los demás, le parecía un lugar normal aunque, en la oscuridad era donde ubicaba su alegría infante, al lado de los meridianos del planeta. El muchacho de forma rebelde terminaba al amanecer siempre, pareando sus ideas con los cartuchos de la era industrial.

Las barbas de las alturas recibían el humo del carnaval ardiente, en la amplia rotonda. Una señora con pasteles se alzó en la historia. Una armonía envuelta en un canal y la estatua se volvía más amarilla a costumbre francesa. Robert con sus grandes manos anhelaba separar a los pueblerinos del artilugio para tener una charla con el secreto de su fuego. Veía cómo se alumbraban esas crujientes ánimas. Blancas, explosivas, ellas cabalgaban en nacimiento y emergían de un amplio pasillo, deslizándose libre por el atajo de azúcares y estacionando luego su cuerpo en alguna región de alguna compañera, en una bolsita de humildad. En tanto, por otros espacios aislados, había una mujer que colgaba la ropa y una de sus hijas juró ver un ratoncito entre las galas de un callejón, pero nada importaba. Aquí era infeliz solo el pobre del alma porque… viajaron los laureados roedores a través de surcos rumoreados y se hicieron de un banquillo oculto en las fauces de la rúa. ¿Alguien haría algo contra eso? ¿Había alguien que no gozara de los placeres estrellados? ¿Había alguien que no tuviera en su rostro una medialuna? ¿Había alguien?

Con el paraguas de los aplausos colectivos, dejando todo atrás, nuestro pequeño amigo se marchó a su destellante habitación a ofrecer su práctica a los planos que ilustró inspirado en el horno maderero. A su paso la noche lo cubría. Entre cálculos y grafito se volcaron tuercas con memoria y cadenas diablas. Buceó en todos los mensajes de un relato hecho sangre, porque así miraban los obreros el horizonte y Robert lo sabía. Sin embrago, en hipnosis estaba por los avances y el descubrimiento. Recogió con guantes la vida de muchos y transó más de un bostezo con tal de invocar más centímetros a su flamante talento imaginativo. Su quijada crecía abundante mientras un tumor lleno de ambición alargaba sus ojos. Ya luego se entrometían engranajes puros. Imaginó que funcionaría, imaginó que sería dueño de su propio relámpago. Con presteza despedazó un arcoíris, abotonándose de este modo a la egocéntrica innovación en su cintura de niño. Con lentes racionó combustible en los bolsillos de un armatoste gigante, tan grande que lo superaba a él solo si este se decidiera sacarse los botines que usaba. Aumentaban los nervios. Y cuando creyó estar listo, cuando de verdad creyó estar listo, inició la autómata aventura de realizar una puesta en marcha, robándole la inactividad para así reír triunfado, pero nada supo reaccionar, y los hilos se tensaron en las manos del genio. Todo en vano, un montón de chatarra bien equilibrada, bien adornada, qué lamentable, aunque… de pronto, se empezó a mover. Vibraba, se le retorcían las cadenas, el aceite lubricado se le subía al metal. Tiritaba completo y Robert solo miraba, sin saber qué mover, confiado ya en que caía desde lo alto junto a su esfuerzo. Mientras las nubes veía, por el solo miedo al fracaso cerró su vista y resguardó sus anteojos a tiempo de la explosión. Una idea completa, con miembros arrancando golilla a golilla. Batallando entre el polvo aireado, Robert notó que nada quedó de aquel sudor y miró con diferenciada óptica lo increíble: una pequeña semilla plantada en un recipiente ferroso. A su asombro, convocado a su naturalidad, el muchacho ahí supo que tenía un nuevo y mejor hallazgo porque,  rompiendo el vidrio alabado del futuro, ahora él halló en la tierra esa belleza de un buen sorbo, eso que nunca los aparatos le supieron dar, y que en fiel piel siempre buscó hasta la avaricia.

Jornada.



En pleno sol encaramado en las espaldas de las rutinas miré el reloj, descubriendo que ya era hora de cargar mis engranajes. Suplicante con el destino, con mi bolso repleto de coros trabé el andar de la gente, los desvié por mi apuro, mi desespero por alzarme en mi silla, esta vez no antihorariamente, combatiéndole ya al lumbago, la gran secuela del sueldo. Es aquí donde creo, comienza el sueño.

Deteniéndome para violar el capital de los bolsillos, una mano respiró el dinero que allí descansaba, liberando de los marrones lo justo y único que moraba, siendo esta la agotable paga de las ruedas. Habiendo ya subido a un colectivo, solo las líneas de la calle serían mi recuerdo y compañía distractora, en orden de juguete. En tanto, el chofer me mira y yo saludo a una vieja amiga que está por sobre las cabezas.

El auto se mueve con regular prontitud, como si una promesa buscara cobrar. Por el recorrido veo niños esquivando las costillas de una cuerda y en la vereda a ancianos aceitando al ignorado paso otoñal. Los pliegues del aire se intrometen en mi nariz, rememorando las alergías tan comunes mías, haciendo del estornudo una amenaza a dos metros de un semáforo. Sin embargo, no ocurre nada en el acto y el viaje continúa. El del volante sigue improvisando tranquilidad ante un latente estornudo en lluvia cuando el rojo tiñe una advertencia en los reflejos de ese temoroso y mientras hace un ademán por cerrar su ventanilla, se apresta a hablarme.

-          Cuénteme de ella, ¿cómo es? ¿Cuántos años tiene? ¿Dónde está ahora?

Quedo perplejo, inmóvil como mi camisa con rutina pegoteada. El singular estilo moderno del motor continuó con su andar, sin que una bujía se impresionase por los dichos del siempre amable hombre. Dejo de prestar interés en el ímpetu de una dama que alimenta malváceas en su orilla, porque el eco de esas preguntas disparan recargadas dudas con interrogantes terribles.

-          ¿Sobre quién quiere que le cuente?

-          Su esposa pues. Yo hermano, ya lo sé todo.

Siempre debe haber alguien que te sacuda lo pesado del agua, por más que uno crea que esto sea imposible, me dijeron un día. Es el momento preciso para decir “es extraño que yo sea puntual en mi andar por la calle. Arriesgo mucho al confiarle mis dramas aunque él ya lo sabe”. De reojo se me nublaba el seguro de la puerta más próxima. Será este un relato de taxi.

-          Ella cayó en hospital. Su turno de trabajo la hizo demorar prudente a su regreso a casa pero mi espera fue una bocanada pálida al saber que tuvo un accidente. Por estos mismos pavimentos, hace cinco meses, mi corazón lloraba. La veía acostada y le aplicaba anestesia cuando la policía se aproximaba.“Ya amor, ya pasará, vamos en camino. Resiste. Sé fuerte”.

-          ¿Y usted es fuerte? No lo noto bien… son muchos los problemas. Hágale caso a Dios, dejé en Su escritorio los problemas.

Algo más que mis cinco sentidos trataban de encontrar un punto cero en todo este gráfico emocional, fluido por los consejos. Usted no sabe que mi esposa necesita un transplante. Usted no  sabe que necesito dinero para mantenerla con vida. Usted no sabe que hoy yo soy solo un payaso desanimado.

-          Dios obra, y Él me dijo que tenía que subir a este colectivo.

Mis ánimos se tensan. No entiendo nada. Un chismoso de otro auto le debe haber contado el drama. Este tipo sin duda es un charlatán. Sin embargo, yo aquí no hablo con nadie…

-          Ya estamos cerca de su trabajo. ¿Me creería que hace veinte minutos estábamos en un semáforo en rojo?

Se acaba el puente, y bajarme toca, para seguir el protocolo. ¿Y este hombre quién es? La confusión escala y no hay tiempo para nuevos amigos. La vida es, y debo seguir caminando. ¿Y si me canso? ¿O si ya me cansé y estoy floreciendo en somníferos?

Lo único claro es que me quedan dos cuadras hacia otra jornada.

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