Donde el encuentro y la casualidad chocan, felices, para vivir un nuevo acontecer

Jornada.



En pleno sol encaramado en las espaldas de las rutinas miré el reloj, descubriendo que ya era hora de cargar mis engranajes. Suplicante con el destino, con mi bolso repleto de coros trabé el andar de la gente, los desvié por mi apuro, mi desespero por alzarme en mi silla, esta vez no antihorariamente, combatiéndole ya al lumbago, la gran secuela del sueldo. Es aquí donde creo, comienza el sueño.

Deteniéndome para violar el capital de los bolsillos, una mano respiró el dinero que allí descansaba, liberando de los marrones lo justo y único que moraba, siendo esta la agotable paga de las ruedas. Habiendo ya subido a un colectivo, solo las líneas de la calle serían mi recuerdo y compañía distractora, en orden de juguete. En tanto, el chofer me mira y yo saludo a una vieja amiga que está por sobre las cabezas.

El auto se mueve con regular prontitud, como si una promesa buscara cobrar. Por el recorrido veo niños esquivando las costillas de una cuerda y en la vereda a ancianos aceitando al ignorado paso otoñal. Los pliegues del aire se intrometen en mi nariz, rememorando las alergías tan comunes mías, haciendo del estornudo una amenaza a dos metros de un semáforo. Sin embargo, no ocurre nada en el acto y el viaje continúa. El del volante sigue improvisando tranquilidad ante un latente estornudo en lluvia cuando el rojo tiñe una advertencia en los reflejos de ese temoroso y mientras hace un ademán por cerrar su ventanilla, se apresta a hablarme.

-          Cuénteme de ella, ¿cómo es? ¿Cuántos años tiene? ¿Dónde está ahora?

Quedo perplejo, inmóvil como mi camisa con rutina pegoteada. El singular estilo moderno del motor continuó con su andar, sin que una bujía se impresionase por los dichos del siempre amable hombre. Dejo de prestar interés en el ímpetu de una dama que alimenta malváceas en su orilla, porque el eco de esas preguntas disparan recargadas dudas con interrogantes terribles.

-          ¿Sobre quién quiere que le cuente?

-          Su esposa pues. Yo hermano, ya lo sé todo.

Siempre debe haber alguien que te sacuda lo pesado del agua, por más que uno crea que esto sea imposible, me dijeron un día. Es el momento preciso para decir “es extraño que yo sea puntual en mi andar por la calle. Arriesgo mucho al confiarle mis dramas aunque él ya lo sabe”. De reojo se me nublaba el seguro de la puerta más próxima. Será este un relato de taxi.

-          Ella cayó en hospital. Su turno de trabajo la hizo demorar prudente a su regreso a casa pero mi espera fue una bocanada pálida al saber que tuvo un accidente. Por estos mismos pavimentos, hace cinco meses, mi corazón lloraba. La veía acostada y le aplicaba anestesia cuando la policía se aproximaba.“Ya amor, ya pasará, vamos en camino. Resiste. Sé fuerte”.

-          ¿Y usted es fuerte? No lo noto bien… son muchos los problemas. Hágale caso a Dios, dejé en Su escritorio los problemas.

Algo más que mis cinco sentidos trataban de encontrar un punto cero en todo este gráfico emocional, fluido por los consejos. Usted no sabe que mi esposa necesita un transplante. Usted no  sabe que necesito dinero para mantenerla con vida. Usted no sabe que hoy yo soy solo un payaso desanimado.

-          Dios obra, y Él me dijo que tenía que subir a este colectivo.

Mis ánimos se tensan. No entiendo nada. Un chismoso de otro auto le debe haber contado el drama. Este tipo sin duda es un charlatán. Sin embargo, yo aquí no hablo con nadie…

-          Ya estamos cerca de su trabajo. ¿Me creería que hace veinte minutos estábamos en un semáforo en rojo?

Se acaba el puente, y bajarme toca, para seguir el protocolo. ¿Y este hombre quién es? La confusión escala y no hay tiempo para nuevos amigos. La vida es, y debo seguir caminando. ¿Y si me canso? ¿O si ya me cansé y estoy floreciendo en somníferos?

Lo único claro es que me quedan dos cuadras hacia otra jornada.

El rito.




En mi interior, debajo de mi sudor, mi alma gritaba por templanza. Podía verme en tercera persona, cual desdoblamiento, con mis ojos irritados, rojizos. Podía sentir la caída, la fatiga de mis emociones, ese deseo de ser tomado en sábanas y llevado al templo, cuando suspiraba por todos los alientos reinantes. Estábamos tu y yo dentro de un pub, a considerable distancia, en medio de canciones de efecto tobogán. Traías el cabello largo, suelto, ondulado en las puntas. Pedías la ayuda de tus amigos para sujetar tu bufanda, mientras tu escote respondió con el sutil aroma de una caricia femenina. Cruzabas más tarde las mesas en busca del baño y regresaste por tu bolso, ahí descubrí que no podías alejarte de tu identidad. Retomaste el andar con esas botas altas. Te hacías paso, y un volátil zorro con dedos silentes supo tocarte sin dejar evidencia clara, oliendo con nariz de violador los rumores de tu espalda. Yo a esa hora ya veía como el viernes se arrancaba de mi cabeza, trayendo así la paz momentánea de un descanso, en cada estallido de las tapas de las cervezas.

“Hola… disculpa, ¿tienes cigarros?”, y como si hubiera estado en las nubes, me aterrizaste. Me extrañé verte montada a mi lado, si te vigilaba sin vacilar. “Tengo aquí cigarros”, mencioné, y cogí los que estaban en la mesa, los de un amigo. Él me miró con cara de ganador, con esa cara que pone siempre cuando hay victoria en sus apuestas siniestras. Esa mirada, finalmente, se convirtió en la firmeza pulcra que sostuvo el metal de mi cinturón.

Pronto nos despegamos de las personas, aislándolos dulces por los laberintos del local. Nuestras manos surcaban los ambientes, salteaban los estados, entre carteras y mochilas uno se producía el camino. En tanto, el calor subía, las bebidas se extinguían, el humo causaba risa y la gente empezaba a soñar.

Bajamos unas escaleras, guiados por una luminaria en altura. Creía que esa mujer sí me haría desconocer aquel viernes crudo, confiaba en sus secretos coquetos. Buscamos un pedazo de oscuridad, a un costado del rincón donde reposaban los pañuelos de los guardias. Un sexy cuadrado, un retazo de olvido en el espacio de unos escalones sonoros, una orilla íntima con colmillos botados en el suelo. ¿Sería que fumar ahí podría hincar la idea de una noche activa?

Si bien mis aspiraciones se disparaban, nunca esperé un balazo hiriente. En el momento que íbamos animados, con los labios húmedos, descubrí que había otro más adentro, esperando cierto resquicio de gozo. Yo ahí… o instalaba bien la escenografía, o salía corriendo, algo desgarrado, exponiéndome al mundo. Ante eso, solo el sexo terminó por apagar el abismo.

Y mi cuerpo se descarnaba, se estiraban mis venas, se extremaban mis tensores, mis oídos sangraban por los gemidos de ellos. Veía todo como si ella fuera una ludópata ágil. Mis ramas se quebraban, mis dioses me abandonaban, y debió haberlo notado, porque me ofreció marihuana, algo que debía aceptar. A mi agonía, a mis súplicas, a la mirada de aquel joven y de la muchacha maldita, sentí arrodillarme en la arena. Empiezo a aullar, mis alaridos de grandeza me hacen héroe el final del viaje. Tus piernas ronroneaban, tu cintura era región de deseo, tu pelo ondulado se debatía turista entre tus pechos y mi frente. Explorabas mis brazos, nadabas en mi excitación descalibrada, en mi erotismo horizontal. Minutos largos jugueteando con el fuego, de combatir en los relieves carnales, así pronto acaba este carrusel. En un tono elevado subiste el cierre de mi pantalón, terminando así el acto de esencias. Sinónimo de tu sonrisa esta vez, me quedaste mirando y me dijiste “oye, esto es solo… el rito”.

Con pájaros en la azotea.


Ya no estaban listos para asistir a la hora pauteada. Mamá hablaba sobradamente por el teléfono, no sabiendo de la existencia del tiempo, mientras papá se impresionaba del brinco que dio un botón de su camisa. Melissa, la hija mayor, exclamaba enfado por no tener un peinado a su gusto y, por otros rincones, Fabiola correteaba de un lado a otro porque, a sus cuatro años y en medio de confusión, ¿qué más haría? Luces encendidas por motivos despreocupados, como si estuvieran alardeando de sus arcas, o gritos que viajaban por los pasillos, de eso se trataba la bienvenida de la noche.

El motivo del desorden era ocasionado por el matrimonio de un viejo compadre. Emmanuel resultaba ser alguien ya introducido en la selva hormonal madura, aunque su cuerpo ya no quería más casería afortunada. Sus sentidos rogaban estabilidad, dentro de lo posible, con el amparo del querer cortés de una época lejana, dispersa en el recuerdo. Y con la suerte propia de este hombre, consiguió a la mujer idónea para reabrir esa holgada chaqueta de galantería innata suya.

En aquel globo de la histeria, suena la blackberry del titular de la casa. “Vaya, no puede ser. Se rompe la tradición de esta forma. Debemos irnos ya”, menciona, en el momento justo cuando mamá hace su ingreso a la recamara y es informada de la frescura del twitter de su marido. Esta mastica la noticia y remata diciendo “con mayor razón Iván, debemos partir. No en todos los casorios la mujer llega primero a la iglesia”. Así, con ese paraguas, corrieron hasta la camioneta, rogando por ser receptores de las primeras palabras del sacerdote. Mientras el portón se abría automático, algo esperaba bajo las pieles de los arbustos, preparándose para deshacer su mutada imagen con el ancho patio.

Dos diminutos seres se desprenden desde el suelo, desde su escondite polarizado. Ya saborean el estofado que encontrarían si el trabajo deriva en éxito. Sus cabezas se arrancan de la comodidad para, nuevamente, fraccionar las ideas allí amarradas, su plan calculado hasta el desborde era sinónimo de factura alegre. Sin necesidad de besar sus pies, se arrimaron al techo de la casa, tratando de aterrizar como arañas, sin descuidar a los protegidos cañones principales, sin tildar la atención de guardias y vecinos, demostrando esta vez no ser novatos en el oficio.

Una vez inmersos en el ombligo de la parcela, ya sentían el cosquilleo de las dramaturgias futuras: ellos mismos flotando dentro de las postales silenciosas del planeta, camuflados en el gobierno engorroso del dinero. Jarrones o pinturas, por cuáles empezar. Las venas se les apuntalaban vivaces, pero el tiempo no era arena infinita.  En paralelo pensaban, de esta forma, “atrás quedan nuestras experiencias con piolet, aunque igual debemos de elevar lo más valioso al cielo.”

Recorriendo los pasajes, abriendo abismos, palpando el botín. Todo el frío consumido en la oscuridad, esperando la señal invisible de los propietarios, tenía el sentido y el sabor medido.

Ya habían acumulado todo lo que sus plumas podían asumir, pensando que la bandada estaría contenta en un encuentro próximo. Pero no contaban con un detalle, uno proporcional a su masacre laboriosa: escondido entre el patio, una puerta que insinuaba «no entrar» fue obviada, vulnerada. A la sorpresa de ambos, en su interior una boa constrictor dijo presente, y con su lengua ágil, debió haberles dicho que era el paladín del sector. Los asaltantes, rompiendo los códigos de seguridad del hogar, huyeron con tan solo ver su tamaño. Y fue el momento adecuado del jardinero somnoliento, cuidador en caso de ausencia de los patrones, para que diera un salto, simulando estar atento a lo ocurrido, escuchando gritos y aleteos varios. El florista solo cerró la puerta, la cadena de la serpiente, y se hizo con el teléfono, entregando datos a una prefectura cercana.

De los malosos, nada más se supo. No obstante, ganas de hincar nuevamente la madera de esa parcela ya no deben quedar, eso ya es hecho puntual.

✉ ✎✎✎✎✎✎ CONTACTO▼

✉ ✎✎✎✎✎✎ CONTACTO▼
▲ felipecruzparada@gmail.com ✍