En un rincón del planeta los
árboles crecían incipientes, el pasto libre cantaba y todo se cubría armónico.
Las plantas hacían familia en la tierra, invocando los cabellos de los
ancestros. Un cartel a la deriva auspiciando bienvenida; cartel cuya sonrisa le
donaba caramelos a los tímidos nacientes, a hijos de hijos, futuros campesinos
tatuados. Los dedos verdes alzados, sus uñas crispadas, menguantes al sol;
inocencia en patente, infantes cercados por el pálpito. Era el mundo empinado
sobre una pasión jorobada, sobre un oasis cualquiera.
Circularmente siguió forjándose
la vida misma, a lo largo aquellos predios legionarios, gracias a una banda de
sabios. Ellos forjaron corazones salomónicos, las guías y los nutrientes de un
buen gobierno que, en vuelo de libélula, ya celebraba nuevo aniversario. El honor
del amanecer y la gratitud del respiro se posaron en los habitantes de la colonia
pronto, siempre ofreciendo las mejores cosechas, siempre erguidos a la vocería
de las togas de epifanía.
Desmenuzaban por eso las
escamas de las hojas en un austral estrellado, en plena conmemoración solemne,
y esos actos labradores se enfrascaron, en eclipse, con la fuerza de un tropel espadachín. Pictografías siluetadas vislumbran sangrado y punzante muerte,
narrando testigo los hechos. Ni el sudor de las piedras, ni el silbido del rocío,
ni las gotas de un cáñamo… solo champiñones talados, solo jazmines amputados,
solo gritos púrpura, y la opresión sembrando su abono. Fue una cacería nigromante
que dejó en parálisis la varita de Fissa, la hechicera. Sombreros paganos
entraron a la boca del palacio Milos. El Nuevo Mando proclamaría un rapado de
ideas. Adicional, alejado de la agonía y por antiguos besos de alcoba, un
remolino despojó a una parte de los talentosos videntes, amigos de Fissa,
dejando cojos a los bebés del terrario Estéfane, flotando sobre su propia
suerte agujereada. Empezaba así el azote y el sometimiento, planificado en las
tinieblas.
Ya nada fue igual desde
entonces. Los óleos matinales desfilaban opacos, los encantos eran amargos
y calvos. Pasó que se le temía a la corona naciente. Ojos de camaleón vigilaban
toda la periferia. Más tarde, en blanca sesión se informó sobre el destierro de
los otros y comprendieron así los sollozantes que en lo que creían, ciertamente,
era un capullo perlado. Exprimieron así una mejorada frente luego de tropezar y
torcerse los tobillos con tal desquiciada trampa rumoreada, entre llantos.
Girando el orden de las
cosas ahora los corales marcaban el calendario taladrando la muralla. Los
huesecillos de los niños la comarca los usaba de campanario. El abrazo de una
brisa enajenada mostró el despeje del cielo, además de otro siglo de existir
oxidado, tragando el polvo dictador. El destape subterráneo y opositor les hizo
entender que, muerto el iris del joven artista se erigían humeantes monedas
encima de su lecho, los seres existían y comían bajo una luz abrochada. Llegaron
a esa conclusión los esclavos, mas no contaron que en íntimo cónclave, los
magos del fuego volver acordaron. Para esa fecha ni migajas de amarillo quedaban
y una renovada hermandad, con eco de guerrilla, alzaría sus antenas tapadas por
la arena, con venganza en sus nudillos.
Y ellos decidieron retornar
tan galanes como antes, por los mismos puentes que la realidad mantuvo, siempre
por el túnel de la incógnita. Las trompetas de los cerros profesaron el
acontecer. Un rayo pintó supersónicamente la rutina nublando, acto seguido, las
manos que siempre los mortales llevaban pegadas a su cuerpo. Pero algo
aprendieron los dueños de la tierra: perdonar, de verdad, es cosa de dioses. Y el
retorno exiliar se les armó violento, y el crimen caló en la confusión. Cuando
todo acabó solo un reo sentimental levantó su rostro de caudillo.
Dejando caer su
fuerza él miró a su mundo degollado. Cubriéndose el vientre, con una
pregunta que propagó por los bosques, introduciendo así el siguiente tomo de la
historia: "¿Somos libres, como antes?"