Donde el encuentro y la casualidad chocan, felices, para vivir un nuevo acontecer

Zulubám.



Eran curiosos mirando el final de la Cordillera de los Andes durante el recorte de una fila para ser parte de una visita en clase turista. Dentro del perímetro se contaban no más de treinta personas y excedían con esto la anchura de un día normal. Se emprendía el viaje ya y, por sobre todos, un explorador resultó ser el más impaciente. Al paso, un guía se clavaba principal en el andar y acompañado de un copiloto en relatos, que iba asegurando los espacios, empezaban así las excavaciones de un mundillo blanco, de pigmeos vírgenes, de esculturas hechas por el sol. No fotografías, no tocar en demasía, no botar basura. Las imponentes murallas lustraban su escudo como un museo ocasional, en símbolos de envoltura.

“En las raíces de estas fogatas”, señalaba uno, “tuvieron su asentamiento una tribu llamada a sí mismos los Zulubám y su destino se vio reflejado, al igual que sus ancestros, a la emigración a estos picos helados con tal de buscar la paz y el equilibrio, como así lo dicen las pinturas en cuevas por acá cerca.” El relato parecía extenso pero el explorador anotaba imperturbable lo que volaba de las bocas hablantes y la libreta brillaba abundante en temas similares. Empezó con una introducción: lástima que nadie archivara en bibliotecas el material acá expuesto. De igual forma, es extraño que nadie de los grandes profesores asomara un lente por este lugar. “Síganme y verán, por este pasadizo, la vestimenta típica y la utilería”, continuaba el conductor. Los pollitos, sin cobijar el desapego ante esos rieles congelados, no dudaban en mover sus pies cuando ya dejaban atrás burbujas de esa tribu exótica; retoques, fracciones de rostros e insólitos cuerpos en muestrarios, con el pasar de los niveles, un tanto terroríficos. Y todos caminaban en par, con miedo, salvo el aventurero porque unas plumas trisaban todo argumento. Al tocarlas, al palparlas en examen, su adrenalina aumentó furiosa y por un túnel se sintió derribar pronto, hacia el abismo que nadie imaginó.

Abrumado por sujetar el vacio el fin comenzó y abajo se encontraba el agua en esplendor, que cobró la mitad de la batería del desobediente curioso. Éste, que solo se arrimó a un témpano con la similar suavidad de una trompeta al eco yacía, al parecer, en el olvido de un sueño por profesión. Lo gélido de la embarcación lo llevó hasta unos manchones violentos, poderosos en colores y llamativos en extremo, ubicados bajo un prisma y una inscripción: “cuenta la leyenda que cayó el sabio en duda por efecto de la pluma, al notar el señuelo del baile Zulubám. Los niños cargan la carne fresca mascada por el anzuelo en dicha, a lo lejano de la aldea, cuando las ancianas habitan en comunión y el astro no nos quema soledad. En gratitud, nuestra caza del día será en tu honor.” Leído esto, y acabado en silencio el pensamiento veloz del accidentado expedicionario, un sonoro gutural nervioso y un movimiento ligero en sus dedos vinieron, mientras a su espalda dos hombres lo vigilaban, oscuramente etéreos, para regalarle otro sagaz descubrimiento.

Sin darse cuenta ya estaba amarrado, algo aturdido por unos golpes en blandas regiones. Luego escuchó el rugir del acertijo, revelando así la trampa de un negocio en ascenso. Al ver la preparación del dúo, en una especie de danza con salsa de ceremonia, recordó el párrafo vago de un tríptico. «Fueron generaciones en evolución, con latente sed de supervivencia, donde la ley del más fuerte se aperaba a manera de broche superior.» Al verse imposible de registrar eso en su cuaderno y usando su memoria en flotador, sintió lástima por el próximo inocente. Ya aguardando el desmembramiento de una historia que nunca existió esperó la estocada con su chapa de título universitario en su pecho y, ante sus ojos, los verdaderos Zulubám: como él y como otro, una ilusión dibujada que cobra vida de maneras insospechadas.





Maratón.


Un empujón vivaz hizo que mi padre muriera en el azar de una bala con olor a población, y yo no hice nada porque a mí me estaban arrancando de los bordes uterinos. En ese instante el soplo de urgencia pública en un hospital se coló en los oídos de una mujer y ella lloraba hasta quedarse sin aire. Cuenta mi hermana, testigo de todo, que me apartaron de esa mujer y me vistieron, y a la hora en que su regazo expelía calor maternal supe que mi nacimiento era ocasión de reflexión con alegría forzada. Confío que ese hombre amó a mi madre, tanto como para brillar silente en un nefasto plan de deuda callejera.

Desde la inconsciencia que resumo mis noches con calcetas de deportista, en coloquios de corridas con metas abstractas. Supongo que así es la vida.

Veía mis piernas más acostumbradas a estos pasos con el transcurso de los metros. Me cantaron palabras y dibujos, con recortes y alicientes naturales como orquesta. No recuerdo el centímetro justo de cuando pasó, pero me vistieron de colegial y se me anudó el uniforme al cuerpo por toda una temporada juvenil.

Desde la amoralidad que hablo de galopar por distancias tan extensas que la humanidad no divisa siquiera cuál es el final del viaje.

Como si ya estuviera normado me saqué la cotona y la corbata de estudiante, dejándome el pelo largo. Ahí mis zapatillas hablaron. Fue mi real conjugación de trabajo y equipaje de aprendiz porque la universidad me abría una vidriera y entre tiempos vacilantes dinero debía generar. A malabares se proyectaba la filosofía indescifrable que los profesores desenredaban en sus pizarras y con delgadez afronté ese favor que uno se hace al educarse.

Lophophora me seguía de cerca en esos trotes. Su contoneo se extremó y llamó mi curiosidad invadida de sirenas. Ahora no tan solo usaba mis pies, ahora podía volar y aseguro que el descubrir esta nueva habilidad me ayudó a poder elevarme más en el transcurso del recorrido luego de que dos manos dejaran de posar sobre mi espalda. Con drogas en los bolsillos, erradiqué a los psicólogos y los naipes se reordenaron. En cuadros mi madre partía al otro mundo mientras yo usaba mis sentidos como un juguete.

Paralelamente completaba los minutos en algo pasional. Las llamas monstruosas no atormentaron a mi aliento de servicio. Rescaté con mi cuerpo de bombero a muchas personas, lo confieso. Las venas dejaron de ser sensibles a los termómetros pero mi corazón cumplía ese sueño de héroe. Tres años ahí, aprendiendo lo que un hombre desafortunado no alcanzó a resumirme en el momento que, desde las alturas de los consejos, se divisan a mamá y a papá. Destacarte un incendio en particular, ¿quién crees que soy?

Entendí más tarde que volar me cansaba, me robaba las fuerzas. Dejar lo sobrenatural tocando así la tierra firme, yo me sentí caminando sobre una tabla. Creí que caería pero también pesaba lo grave que sería seguir masticando lo ilegal. En neblina, sorprendiéndome con creces, una chica amable me mostró su idea bañada en novedad, ilustrándome el futuro con dedos de confianza y voz de cuartel: que debía cumplir la meta, que emprendíamos un proyecto pionero y que, en la travesía, lo pasaríamos bien. Así por diez años conversé con las cuerdas vocales de un adulto tedioso y distendido, ganando cheques canjeables a favor de un bienestar perpetuo y sano.

En pasantía empresarial choqué con el amor, y fue eso algo pasajero, sin muchos detalles que quisiera recordar. Destaco más a mis amigos en esta fase.

Entonces estamos solos, alma mía, los amigos trabajan y ya saludé a todos mis conocidos en algún punto de la ruta. Aquí podría contarte que a veces llovía y complicaba incluso el acelerarse para encontrar refugio y ya, casi al término, comprendí que los arcoíris se arman una vez pasada la tempestad. En plenitud con el sol respiro los frutos de mi nombre y descubro la fatiga rápida en este maratón. Los ánimos se desnutren y se me desploma la piel. Los ojos de los demás son tan hermosos, en verdad. Te suelto ya las rodillas y le entrego mi sudor al cemento. ¿Lo ves? Muero a corta edad, sin protestar, y lo sabe el mundo, aunque sigo corriendo y asombra que mis camaradas me carguen animosos, hasta donde yo sé, a un paraje donde mis huellas serán más livianas, hacia otras calles, donde el poeta de los epitafios enmarca noble “besando las flores de su silueta, mientras corría, fue sembrador en los espacios incompetentes de los relojes estrictos de la vida. Descansa en paz.”



Un mundo color Da Vinci.



Por encima de la aureola de la estatua corrían luces sin atropello, todas de un corazón sonriente. Abajo, en la vida, caramelos aplaudiendo al artista feliz. A un costado una dama llorando poesía junto a dos gatos que se acompañaban tomando leche. Malabares, deseos y hasta un mono soplando un remolino se alistaban. Mucha gente, y aún así no se caía la plaza. Cerca de la emoción de una pileta y vestida en madera, estaba la mecánica impecable calentando palomitas de maíz. Es 1840 dicen los labios rojos de tanto brillo, pero también es Robert, saltando de emoción por aquella mecánica. Y es en estas piedras donde se empieza a escribir el relato.

Robert soñaba en demasía jugueteando con una masa que solo el poder entendía. Al polvo, un manuscrito cuenta que una caja musical le coqueteó mientras una manivela inundaba sus oídos con chorros de Frère Jacques. Esos dientes chocando vértebras de metal, afinadas y dramáticas, amortiguaban en esponjas los sueños de un niño. Descubrió así la tentación de silbarle a lo épico: a Roma y a su Coliseo, a Grecia y sus órdenes, a China y su Gran Muralla. Con una boina que lo lucía ergotista pronto se convirtió en un profeta callejero, en el mayordomo de los aires venideros. El colegio, como a todos los demás, le parecía un lugar normal aunque, en la oscuridad era donde ubicaba su alegría infante, al lado de los meridianos del planeta. El muchacho de forma rebelde terminaba al amanecer siempre, pareando sus ideas con los cartuchos de la era industrial.

Las barbas de las alturas recibían el humo del carnaval ardiente, en la amplia rotonda. Una señora con pasteles se alzó en la historia. Una armonía envuelta en un canal y la estatua se volvía más amarilla a costumbre francesa. Robert con sus grandes manos anhelaba separar a los pueblerinos del artilugio para tener una charla con el secreto de su fuego. Veía cómo se alumbraban esas crujientes ánimas. Blancas, explosivas, ellas cabalgaban en nacimiento y emergían de un amplio pasillo, deslizándose libre por el atajo de azúcares y estacionando luego su cuerpo en alguna región de alguna compañera, en una bolsita de humildad. En tanto, por otros espacios aislados, había una mujer que colgaba la ropa y una de sus hijas juró ver un ratoncito entre las galas de un callejón, pero nada importaba. Aquí era infeliz solo el pobre del alma porque… viajaron los laureados roedores a través de surcos rumoreados y se hicieron de un banquillo oculto en las fauces de la rúa. ¿Alguien haría algo contra eso? ¿Había alguien que no gozara de los placeres estrellados? ¿Había alguien que no tuviera en su rostro una medialuna? ¿Había alguien?

Con el paraguas de los aplausos colectivos, dejando todo atrás, nuestro pequeño amigo se marchó a su destellante habitación a ofrecer su práctica a los planos que ilustró inspirado en el horno maderero. A su paso la noche lo cubría. Entre cálculos y grafito se volcaron tuercas con memoria y cadenas diablas. Buceó en todos los mensajes de un relato hecho sangre, porque así miraban los obreros el horizonte y Robert lo sabía. Sin embrago, en hipnosis estaba por los avances y el descubrimiento. Recogió con guantes la vida de muchos y transó más de un bostezo con tal de invocar más centímetros a su flamante talento imaginativo. Su quijada crecía abundante mientras un tumor lleno de ambición alargaba sus ojos. Ya luego se entrometían engranajes puros. Imaginó que funcionaría, imaginó que sería dueño de su propio relámpago. Con presteza despedazó un arcoíris, abotonándose de este modo a la egocéntrica innovación en su cintura de niño. Con lentes racionó combustible en los bolsillos de un armatoste gigante, tan grande que lo superaba a él solo si este se decidiera sacarse los botines que usaba. Aumentaban los nervios. Y cuando creyó estar listo, cuando de verdad creyó estar listo, inició la autómata aventura de realizar una puesta en marcha, robándole la inactividad para así reír triunfado, pero nada supo reaccionar, y los hilos se tensaron en las manos del genio. Todo en vano, un montón de chatarra bien equilibrada, bien adornada, qué lamentable, aunque… de pronto, se empezó a mover. Vibraba, se le retorcían las cadenas, el aceite lubricado se le subía al metal. Tiritaba completo y Robert solo miraba, sin saber qué mover, confiado ya en que caía desde lo alto junto a su esfuerzo. Mientras las nubes veía, por el solo miedo al fracaso cerró su vista y resguardó sus anteojos a tiempo de la explosión. Una idea completa, con miembros arrancando golilla a golilla. Batallando entre el polvo aireado, Robert notó que nada quedó de aquel sudor y miró con diferenciada óptica lo increíble: una pequeña semilla plantada en un recipiente ferroso. A su asombro, convocado a su naturalidad, el muchacho ahí supo que tenía un nuevo y mejor hallazgo porque,  rompiendo el vidrio alabado del futuro, ahora él halló en la tierra esa belleza de un buen sorbo, eso que nunca los aparatos le supieron dar, y que en fiel piel siempre buscó hasta la avaricia.

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