Donde el encuentro y la casualidad chocan, felices, para vivir un nuevo acontecer

El pianista.


Figuraba como el mejor vidente, muy por sobre las copas alineadas. Era dando al cigarro, pero éste se consumía solo, ya que su boca era revestida por otro aliento. A su lado, se susurraba éxtasis al ver cómo se movía el subsuelo, los ejes motivantes del murmullo ajeno, la distracción local de aquel que recreaba melodiosas estaciones. De lentes errados, peinado formal y extravagante, elegante como su compañero, sabía que todos a él veían, y terminaban sucumbiendo ante la delgada sombra, su sombra de pianista.

Su rutina consistía en estar amarrado al teclado de encajes de blanco y negro vestido, fijando una mirada diametral hacia la dicha íntima del licor de otros, sumado a lo conexo del reflexionar a oscuras con la velocidad tratante. Se rescataba, prontamente, que cada uno de los integrantes de las mesas, estimulados por las reacciones de los no mentolados consejos, encontraban en aquel señorío musical un trozo de delicia en todo lo apartado y actual, mientras expresaban su rechazo al querer aparecerse en las calles con pesares ambulatorios.

Sinfonías de coloquio se situaban desbordantes por los pasillos del bar. En tanto, buscaban los clientes entre sus billeteras la razón de trabajo del letrado hombre. Algunos lo encontraban, otros lo ignoraban de manera monumental. Sin embargo, detalles de lo que había en desproporción, como el estado de ánimo, era nivelado con el sonido que producía el individuo. Era de tal magnitud su magna formulación con el instrumento que lograba erradicar el estertor de los moribundos de alrededor.

Este tipo se guiaba por lo planteado en sus apuntes, en su antojado acorde que lo llevaba a crear situaciones musicales. Solo iba a consolidar lo que una vez sintió cuando se le volcó el oído. Más que una labor que lo tenía viviendo como un miserable, más que mendigar con el talento que le fue concedido, era el desarrollo de la pasión que siempre, desde pequeño, gustó narrar. Aunque eso no quita que hubo, en un incómodo momento, armonía improvisada por alguien fuerte de carácter.

Una vez, cuando muchos miraron a este recinto con ojos bohémicos, el negocio creció y este tuvo su minuto de gloria esplendorosa. Fueron las idas a aquel lugar lo que lo llenaron y le dieron altura al nombre que siempre tuvo presente conseguir, a la hora de haber recibido con simpleza los aplausos hacia sus proezas iniciales, olvidando así de dónde provenía, dejándolo en efecto, quizás por el resto de su vida, nictálope.

Viendo y analizando lo que acontecía, la soledad no era permitida, y contrario a lo que opinaba la gente, aquí si había alegría y placer. Solo pregúntenle al empresario que mira atento a una muchacha, la cual se ríe de su propia desgracia.

Ya la canción había empezado su fin, recreando por completo las historias contadas por lo demás. Pasa que él ahora comienza su historia vacía, ya que los sentimientos se los queda el piano, su colega que, sin querer, funcionaba igual que la caja y el monito bailarín. Toma la paga de esta noche, mira su mundo, y junto a eso, el polvo de las sillas cuando son levantadas a la mesa.  Cierra la puerta por fuera, toma su respiro matutino y camina para seguir componiendo la vida.

Ramírez.

Los pormenores no le fueron detallados, y terminó siendo excluido como el más agrio de los vegetales. Mientras una gorda y prognata  mujer lograba muñir a los oficinistas éste fue castigado, ni más ni menos, con el poder del silencio. Lo intrigante: se trataba de un brindis el cual Ramírez podía recortar y pegar en cualquier parte, ya que él era el que sacaba la foto de ese choque de copas, el que se mantenía al margen del marco y era saludado como el fotógrafo trabajador, mirado por obligación por los otros, como rebuscando en los párpados de aquel apagado hombre el precio del revelado.

Llegó puntual a la reunión. Fue uno de los pocos que se preocupó de entregarle al portero la cartilla que anunciaba su invitación al encuentro. Su reloj aspiró el aroma de su perfume más caro, alguna vez regalado, cosa que nadie sabía ni como graciosa anécdota.

En la empresa, con su caminar tímido y perfilado, alistándose dentro del horario, había comenzado a trabajar temprano. La jornada había sido complicada. Un archivero que insinuaba ser infinito adornó de mala gana su escritorio. Pero la salutación fue muy fría por parte suya. Tenía muy en claro de que no era alguien muy alegre o conversador, aunque eso no justificaba ni pavimentaba ninguna conclusión. Se trataba de una mañana de aquellas, como detallaba el registro de su pensar, nuevamente, sin ser amigo de alguien. Tenía muy en cuenta de que su departamento gozaba de claraboyas, y él eligió el color de las paredes, ningún empleado se jactaba de tanta comodidad y respaldo a su gestión. Su sillón de jefe se justificaba, clásicamente, con los diplomas colgados, atorando el simbólico paso del aire en libertad, ya sea de dinamismo o espontaneidad, propia de un prohombre.

A pesar de todo, su vida no cuajaba con la rutina craneal de un gerente. Ramírez coqueteaba entre la miseria y la oscuridad, abrazando hombros dementes a la llegada a su hogar. Habitaciones grandes, y él tan pequeño.

Y volviendo al brindis, cuya champaña sí era amarga, se le anudó con una perfección poco saludable el triángulo de la corbata, sintiéndose fatigado de pronto. Con la mirada nublada, abandonó el centro, dirigiéndose a su casa.

Al día siguiente, notó que fue la primera vez que llegó tarde. Pasivo, contempló a sus compañeros, esperando saber quién había sido el que derramó algo más que alcohol a su vaso. Y su fragilidad respondía que podía ser cualquiera, sin excepciones. Su seriedad resultaba ser a prueba de bromas y chistes. Se sentó luego en su despacho, y bajo el computador encontró una nota, inexplicablemente ahí, ya que solo él tenía las llaves. Sin titubeos la abrió, desparramando así su contenido. Aparecía en ella, “eres el profesional extraño, de costumbres ensimismadas, con una vida interesante. Te envidio en cierto aspecto, aunque hay un detalle: en mi pequeña carrera aquí, jamás me lo había propuesto, e imitaré a mi admirador. Seremos iguales, ya lo verás”. Salió corriendo, y sin mirarse siquiera al espejo, creyéndose conocer, cayó de asombro al comprobar diferencias: todos estaban laborando, nadie hablaba, y nadie notó que éste había ingresado, tumbando alguna señal de saludo. Huraños, ermitaños, extremadanamente herméticos. Después de esto, recaló al asiento de su oficina, encerrándose, y se puso a pensar, como era de costumbre, ahora con algo más concreto en la cabeza.

Pérdida.


En su mente había una confusión. Ella solo podía señalar a su defensa lo intrigante de la trama de la novela de la tarde, a la cual, sus secos labios no le escondían ningún detalle a los oídos de mi sobrino, quien exigía explicación más allá de la que ofrecía la pauta televisiva. Su hermana Laura le palmoteaba la espalda, como recalcándole que aquella saliva debía de ser recibida sin protestar. Hasta que, a su debido minuto, éste se dio cuenta de que perdía el tiempo fraguando interrogatorios, resolviendo así una búsqueda inmediata.

-          ¿Cómo dices que era? – preguntó Laura.

-          Lo sabes bien. Estuviste para cuando la abuela me la regaló, cuando llegué a esta casa, hace un par de horas – mencionó Claudio.

Levantando la casa por completo, se arrojaron a los distintos rincones posibles, sin lograr el éxito del encuentro. Todo se volvía desorden  y ruido dentro de los salones, provocando que la anciana, atornillada a la silla, subiera el volumen de su compañero. Los gritos de los actores rebotaban en las murallas y espejos, y Claudio no pudo evitar dirigirse al comedor después de esto, algo inquieto.

-          Abuela, por favor, haga memoria. ¿recuerda dónde la dejó?

-          ¿Dónde dejé qué?

-          Pero si hablamos de esto recién.

-          ¿Qué hablamos? Ah, sí… y Juana espera a Fernando para casarse, pero su mamá odia a Fernando.

-          Abuelita, ¡tú misma me la diste!

-          No te he dado nada.

-          Mmm… esto está mal.

Pensando, el muchacho se quedó. Algo sospechaba ya, meses atrás. Y se puso triste, y Laura lo observaba. La búsqueda finalizó abruptamente. Con la mirada en las tablas del suelo, concluyeron que la billetera extraviada se quedaría porque, mientras el oscuro secreto de su paradero cubría notoria importancia, sucedió que, de manera invisible, los colores de los recuerdos de la cana señora, amante de teleseries antes del té, se tornaban más intensos en las fotos de la pared, dejando ya su legado antes de que el guión del culebrón instale, ennegrecido, al corriente de todo, FIN.


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