Rinaldo Hurtado completaba
ya otra limpia escuadra verde en el barrido de su pujante campo, en lo
invisible del mapa peruano, demostrando el ímpetu corajudo del trabajador bronceado.
Un rastrillo oficiaba de mediador entre los subversivos predios y las sudadas
manos de alguien matrimoniado humilde, con el hombro cubierto de sol y los
pantalones suplicando el retiro. Aprendiz de su padre, laborioso en momentos de
urgente ayuda, macho de pocas ansias materialistas. Rinaldo Hurtado, casado,
sin hijos, cincuenta y tres años al reflejar del espejo y paramédico talentoso
de la naturaleza. Lleno de escasas sorpresas y desconfiado de los gorros
extranjeros. Descifrador incansable de los políticos de la zona y comerciante
experimentado. Prueba viviente de que el clima no es causal de faltar a sus
labores, a su empleo independiente. Gallardo e intuitivo, todo eso y más era
Rinaldo y sin embargo, esas canas que a muchos gustaban no estaban en armonía.
Un día, tomándole el pulso
a la siembra de papas, mientras la cabra no paraba de reírse, observaba
cauteloso a su vecino, don Enrique Cruzado. Amigo de su padre, estos fueron
compañeros de escuela y de suertudas, desgraciadas, afortunadas y espontáneas hazañas.
De pronto millonario, casi por obra del mismísimo Diablo, haciendo de la
leyenda de la sombra debajo del manzano un relato válido, aún para escépticos.
Lo cierto es que, poco a poco, se empezó a encariñar con Adela de Hurtado,
cuando el hombre arriaba a los animales y don Enrique, ya viejo, les legó la tierra
regada a sus nietos y el tiempo lo administraba en pos al descanso.
Del tamaño de una brisa en
la loma era la duda e iba creciendo paulatinamente. Por la
primavera y el azar de la distancia dada por el ciruelo, sombrilla del
gallinero, Rinaldo simplemente no aguantó más. Ya estaba cansado de la
situación y le empezaba a aburrir la burlona actitud de la cabra. Pero seguía
siendo astuto, sobretodo en tiempos de ascuas, y esa noche llevaría un plan a
ejecución. Coincidía que su mujer le cobraría unas deudas al vecino. Ella iría
como a las ocho y media de la noche, después de la cena. Mientras, el mercurio
de su paciencia seguía al alza pero debía de esperar como fuera las horas
siguientes.
Pasó la primera fase y con
ello avanzaba la arena de lo primitivo. Acabada la comida él, siempre memorión,
sacó un polvoriento disfraz de vaca y se lo probó sin perder segundos. Ya la
esposa estaba fuera de las tablas de su casa, de seguro, caminando por la
pradera, admirando a las estrellas, las únicas que la protegían de lo inestable
de la tierra, de esos túneles hechos por perros y arañas. En los terrenos tan
generosos, pensó Rinaldo, abotonándose su nueva apariencia, no sería extraño
ver a una ternera con antojos de aventura nocturna. Y se fue hacia la oscuridad,
donde de vez en vez se retocaba las cuerdas vocales, mugiéndole a las piedras.
La cuesta arriba por el
recorrido le significó más de un quejido por su espalda y extrañaba el
bipedalismo que dejó al lado de la estufa. El compromiso de averiguar la verdad
se convertía en el combustible de todo este aparataje. Continuaba, manchando su
lomo con dolor, dolor pasional, dolor celoso, mal nombrado dolor de amor.
Humo negro evacuaba de la
chimenea de la casa destino. Luces encendidas a distancia, con las ventanas
acuarteladas. Rinaldo acostumbraba musitar sus ideas, y en esta ocasión no era
la excepción. Mascullaba en qué diría, y si sus sospechas ciertas se veían, qué
seguir diciendo. Más, como buen hombre, sin titubeos cruzó la puerta y ahí
estaba su señora, como presa sobre un cuero viejo; ella con ojos de cerdito
indefenso y él como caballo recién jalado. Entonces Rinaldo despegó un
mugido, a su mujer le dio hipo y al
sonriente vecino un relincho final de gozo.
¡Qué escena! Los tres se
encontraban dentro de un corral de sorpresas. Adela tironeaba su ropa del
suelo, como cuando las gallinas allanan lombrices, don Enrique de purasangre
pasó a demente zarigüeya y el admirado Rinaldo ya solo pedía no ser más bovino.
Explicaciones para qué, si uno miraba ganso y la otra ni con dos metros de
excavación podía esconderse cual ratona con repertorio. Al remate, la cobradora
de dinero con el pellejo arrugado, ni con agua pulcra se le quitaba el espanto,
don Jubilado con sus bigotes se tapó su hocico y el pobre trabajador, luego de
los cuernos, salió por la fuerza, con una dosis excelsa de infidelidad,
chillando como una vaca loca.